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miércoles, 27 de octubre de 2010

BATALLA DE ULIACHIN

Este evento histórico se desarrolló en las faldas del Cerro Uliachin – Cerro de Pasco – Pasco - Perú

El día 6 de diciembre de 1820, al amanecer, nuestra división se puso en marcha, preparado para el combate, resolución que hasta la misma naturaleza parecía prestarle su protección, pues la nevada fue disminuyendo en proporción que adelantaba el día, hasta que por fin se dispararon completamente los nublados y asomo el sol.

El general Arenales a mérito del reconocimiento que había practicado la tarde anterior, calculaba y con razón, que el enemigo se aprovecharía de la posición inexpugnable que ofrece la alta cuesta que el mineral tiene por la parte del sur: suponía, que no solo le disputase el engargantado pase de la cuesta, por su posición dominante, sino que abrazando con sus fuegos desde la altura a nuestros soldados, valiese quizá el triunfo.

La batalla fue tenaz y sangrienta, después de haber culminado el acto bélico con triunfo para nuestros soldados el trofeo que recogieron en ese día memorable.

Al día siguiente 7 de Diciembre se declaró la independencia de Pasco.

EL LADRÓN DE HUESOS

I. La bajada de los buitres.

Salimos temprano del pueblo porque la última vez que habíamos dado aquel paseo (un año atrás, aproximadamente) nos habíamos quedado con ganas de ver más paisaje, de explorar más terreno desconocido y de hacer nuevos descubrimientos. En aquella primera ocasión se nos había hecho tarde, no llevábamos nada para

comer y, cuando el hambre empezó a hacer estragos, decidimos volver sobre nuestros pasos a pesar de las prometedoras escenas de naturaleza que parecían abrirse ante nosotros.

Con este buen ánimo caminábamos ahora a través de una especie de sendero que, en sus primeros metros, era una calle más del municipio, la cual había ido quedando desprovista de casas por ambos flancos desde hacía un buen rato, transformándose poco después en una senda arenosa y fácilmente transitable. Dicha senda se desviaba a la izquierda en un determinado punto, iniciándose una empinada ascensión a las yermas colinas que eran el objetivo inicial de nuestra salida.

A pesar de lo pronto que era, una leve claridad apenas despuntando frente a nosotros tras la línea del horizonte, el día prometía ser mucho más caluroso de lo que lo había sido el de nuestra primera excursión a aquel lugar. Esa otra vez, el cierzo había hecho de la suyas y la temperatura apenas había superado los diez o doce grados aun con el sol trabajando a pleno rendimiento desde primeras horas, sin una sola nube en el cielo que dificultase su labor.

Respiramos profundamente el aire relativamente fresco del amanecer y volvimos la vista atrás mediada la ascensión a la primera de las lomas. El diminuto villorrio del que procedíamos aparentaba estar mucho más lejos de lo que había calculado a partir del tiempo transcurrido y el camino andado. Bajo nuestros pies, las casas apiñadas una encima de otra, la sobria iglesia del siglo XVI, los campos circundantes… todo ello parecía ya un recuerdo vago y confuso. Dimos media vuelta y proseguimos nuestro camino.

[…]

El amanecer es, sin duda, el mejor momento de un día de verano, al menos en mi tierra, pues la atmósfera carece aún de ese ambiente plomizo e irrespirable, tan propio de las horas de la tarde, que hace que sea tan difícil siquiera plantearse uno la posibilidad de salir a dar una vuelta. Mi novia, de nombre Olalla, y yo tratábamos de disfrutar por una vez de esas horas de gracia que la naturaleza nos concedía a diario y que desaprovechábamos habitualmente, dada la lógica pereza del periodo vacacional y las intempestivas horas de la madrugada a las que solíamos acostarnos.

Allí estábamos, disfrutando de la espléndida vista que se nos ofrecía una vez alcanzada la primera de las pequeñas cumbres, mas sin demorarnos mucho en ella, ya que ese ensimismamiento embobado fue el causante de que la excursión quedase inconclusa la primera vez.

–Ya volveremos mañana –recuerdo haber dicho conforme volvíamos a entrar en el pueblo, pasadas las tres de la tarde–. Y llegaremos hasta el final del camino.

No fue, sin embargo hasta diez meses después que no regresamos al pueblo y tuvimos ocasión de repetir el paseo.

–A ver si vemos hoy tantos buitres como el otro día –dijo Olalla. Irónicamente, por “el otro día” debía entenderse “el año pasado”.

–Hombre, si siguen echando allí a los animales muertos, y no creo que en el pueblo hayan cambiado de costumbre, seguro que los vemos rondar– respondí.

Y es que, subiendo por un camino mucho más estrecho y descuidado que aún quedaba a varios metros de nosotros, habíamos hecho un macabro descubrimiento en nuestra otra expedición. Vimos primero algo que nos pareció una piedra blanca y brillante que vista de cerca parecía más el hueso de un animal que cualquier otra cosa. Cualquier duda sobre la naturaleza del objeto quedó despejada minutos después cuando vimos, esparcidos a lo largo de una de las pendientes de bajada, los restos de innumerables animales de granja: esqueletos más o menos limpios, calaveras, huesos partidos en pedazos… incluso un par de animales cuya forma era aún perfectamente discernible gracias la capa de piel que todavía permanecía intacta sobre la osamenta de las reses.

Los buitres que volaban un poco más allá eran los responsables de tan ecológico medio de eliminar los despojos. Ecológico, digo, pero siniestro según me pareció al pensar en esos restos esparcidos a la buena de Dios, y las aves carroñeras alimentándose vorazmente de ellos… Fantaseé con la posibilidad de que aún quedara un mínimo resquicio de vida en alguno de aquellos desdichados animales y recuerdo haber pensado que no cabe muerte más horrible que aquella en la que uno es devorado en vida sin poder hacer nada para defenderse; picos y garras afilados e inclementes que devoran las partes blandas de su víctima como primer plato, ojos, lengua y testículos; el sonido de las plumas y los graznidos del verdugo, los propios aullidos de dolor y pánico con los que las últimas fuerzas del animal devorado son desperdiciadas… Todo un cuadro, en fin, muy acorde con aquellos parajes desolados.

Tomamos el camino estrecho en cuanto llegamos a él y allí la cuesta se pronunciaba de tal manera que las primeras gotas de sudor empezaron ya a recorrer mi piel.

–¿Te cansas? –preguntó Olalla.

–No, vamos a seguir– me apresuré a contestar. Nunca me ha gustado que mi capacidad física sea puesta en entredicho, así que el tono de mi respuesta sonó un poco más rudo de lo que es normal en mí. Olalla no pareció darse cuenta y siguió caminando.

Estaba muy guapa aquel día. Cubría su cabeza con una gorra visera negra, de la que sobresalía su pelo, teñido de rojo y curiosamente recogido en numerosas trencillas. Sobre su cuerpo, una camiseta morada de tirantes y unos pantalones finos, de estilo militar, caían de tal modo sobre su cintura que dejaban ver, a cada paso, parte de sus caderas, de su vientre y de su espalda. Recuerdo haber sido inconsciente a ratos del paisaje que se abría ante nosotros porque era incapaz de apartar la vista de esa pequeña ventana abierta al interior de su cuerpo.

Una mosca (del tamaño de un helicóptero a juzgar por lo grave de su zumbido) pasó junto a mi oído derecho haciéndome levantar la vista y contemplar el panorama. Habíamos llegado ya al punto más alto de nuestro camino y el campo se abría en ondulante descenso a partir de allí. A unos veinticinco metros del lugar en que estábamos, una tosca señal de madera, junto a la que habíamos encontrado el primer hueso la otra vez, permanecía allí clavada: cualquier función indicadora que hubiese podido ejercer en el pasado fue olvidada años atrás, y las últimas huellas de la pintura del letrero habían sido borradas por el viento, las aguas y el tiempo inclemente que destruye cuanto encuentra a su paso.

–La cuesta esa que estaba llena de esqueletos de animales quedaba por allá abajo, ¿no?

–Me parece que sí. ¿Nos acercamos? –propuse– Podemos hacer alguna foto desde allí, las vistas eran impresionantes.

Me extrañó no ver ningún residuo óseo cerca de la vieja señal, pero no le di mayor importancia al asunto. Caminamos cuesta abajo primero para volver a ascender después. El sol, radiante y ajeno a nosotros, seguía subiendo y ya calentaba con relativo exceso nuestras espaldas. Frente a él, el gran monte M… vigilaba, silencioso, nuestros movimientos. Olalla se me adelantó un poco y miró hacia el terraplén.

–Pues me parece que no debía ser aquí, ¿eh? –dijo.

–¿Por?

–Ven.

La ligera sensación de extrañeza que me venía acompañando desde hacía unos minutos, al comprobar que nuestro camino no estaba salpicado de numerosas costillas, vértebras y calaveras perfectamente limpias y blanqueadas, como en octubre del año pasado, esa sensación, digo, se vio colmada de sorpresa y aun de alarma al comprobar que la que habíamos bautizado como “la bajada de los buitres” estaba completamente vacía. Allí no había ni un solo hueso, y mucho menos el cuerpo entero de animal alguno.

–¡Hostia! –fue lo único que acerté a decir.

¿Quién podía haber hecho tal cosa? ¿La propia naturaleza? Supuse que sí, ya que tengo entendido que el proceso de desaparición de un cadáver dejado a su suerte a campo abierto es extremadamente rápido, pero… ¿Por qué no habían vuelto los ganaderos del pueblo a utilizar aquel lugar como improvisado cementerio de animales? Además, yo recordaba centenares, creo que miles de huesos tapizando el suelo de la colina, y ahora no quedaba… ¡nada! Me pareció que la capacidad de regeneración de la naturaleza era excesiva, maravillosa.

–Pues yo creo que es el mismo sitio –dije, titubeando–, fíjate en la “V” que describen esas dos colinas y que dijimos que harían tan buen encuadre para cuando hiciéramos una foto–. No me cabía duda de que el lugar era el mismo, estaba perplejo.

–¿Entonces?

Expliqué mis escasas teorías regenerativas sin mucha fe y debo decir que tampoco a Olalla parecieron convencerle en absoluto. Pero ¿qué otra respuesta podíamos encontrar a tan inesperado misterio? Quizá la policía medioambiental –¿existe eso?– o los propios vecinos habían limpiado el lugar.

–Eso no tiene sentido, antes sanearían el vertedero ilegal de T… –comentó Olalla.

–Sí claro, pero a mí no se me ocurre otra…

–¡Anda, mira!

–…cosa.

Olalla anduvo unos pocos pasos hacia la pendiente y cogió una pluma de buitre. Usóla a modo de puntero para señalarme otras muchas que aún quedaban en el suelo.

–Lo que está claro es que los buitres han pasado hace poco por aquí, esta pluma no parece llevar mucho tiempo, ni aquella, ni esa otra… –dijo.

Me encogí de hombros.

–¿Ves tú alguno? –pregunté.

Negó con la cabeza. Cambió las gafas de ver por las de sol, que llevaba en un pequeño bolso de punto, junto a alguna que otra provisión y crema solar. Ligeramente decepcionados y bastante extrañados, volvimos a la vieja señal y seguimos nuestro camino.

II. Más lugares conocidos

Empezaba a sentirme incómodo, ya que llevaba demasiada ropa. El sol siempre ha sido, y continúa siendo, uno de mis más feroces enemigos, causante de numerosos enrojecimientos y aun quemaduras sobre la piel de mi rostro y espalda, por breve que haya sido mi exposición a sus implacables rayos. Vestía, pues, una camiseta de manga corta, un pantalón corto hasta media pantorrilla y lo peor de todo: una gorra de béisbol que, si bien me protegía la cara, me daba un calor atroz, inaguantable. Estaba deseando que accediéramos a algún tramo de sombra para poder quitármela un rato.

Debían ser las diez y media de la mañana cuando pusimos nuestros pies sobre una pequeña vereda que hacia las veces de entrada a un bosquecillo, el cual habíamos empezado a divisar desde hacía un buen rato, cuando abandonamos el antiguo cementerio de animales. Nada más entrar suspiré aliviado, al tiempo que me deshacía, temporalmente, de la visera.

–¡Joder, qué calor!

Olalla me miró, pero no dijo nada. Se despojó de su camiseta, bajo la cual llevaba un bikini negro, y miró en derredor suyo. Repentinamente, detuvo sus pasos e hizo un comentario que me sorprendió.

–Oye, aquí ya habíamos estado antes, ¿no?

–¿Eh? No, la otra vez no pasamos de las lomas.

–No, no digo que esa vez llegáramos hasta aquí. Pero en este lugar yo ya he estado, seguro.

Ya iba a contradecirle cuando, fijándome un poco más en todo cuanto me rodeaba, sentí también cierta sensación de familiaridad que me turbó ligeramente; la disposición de los árboles y las piedras, el peculiar serpenteo del camino que nos disponíamos a seguir, las pequeñas subidas y bajadas que formaba el terreno a ambos lados…

–Este camino es exactamente igual que el que hay al lado de casa, subiendo por la casa de Letosa.

Dije aquello casi sin pensar, pero, conforme lo hacía, me di cuenta de que estaba en lo cierto y había dado palabras a mis sensaciones. Pero ese camino al que me refería distaba mucho de aquel punto. A unos seis kilómetros si nos dirigíamos a él por el pueblo, y puede que tres o cuatro si fuésemos a campo traviesa.

–… pero no puede ser el mismo. Vamos a seguir.

Continuamos nuestro paseo fijándonos más que nunca en todo lo que nos rodeaba. Era aquél un camino excavado en la bajada de una de las laderas. Estábamos rodeados de bosque, por lo que no podíamos terminar de orientarnos como solíamos hacer, mediante nuestra situación respecto a la gran montaña. Los árboles eran tan altos que apenas si nos dejaban ver un poco de cielo sobre nuestras cabezas. Esa era, quizá, la única diferencia con respecto al otro camino, al que tanto se parecía.

Paseábamos en silencio, atentos al menor ruido que pudiera producirse a nuestro alrededor. Numerosos insectos revoloteaban en torno a nosotros, irritándonos profundamente, sobre todo a mí.

–Oye, ¿ tú sabes dónde estamos? Yo creo que me estoy perdiendo.

–¡Joder! –aplasté un moscardón contra mi brazo– ¿Qué dices? Sí, sí, y si no sabemos volver desde aquí, siempre podemos dar media vuelta, no hemos tomado ningún camino secundario. No hay problema.

Conforme decía esto empecé a distinguir, a unos veinte metros de nosotros, la entrada hacia un pasillo más pequeño que se abría la derecha del bosque.

–¿Y si vamos por aquí? –preguntó Olalla, entre temerosa y expectante.

–Yo no soy partidario de meternos por senderos de éstos, a saber dónde acabamos.

Sin dignarse a contestarme, Olalla penetró por la senda transversal tal y como lo haría un explorador por la selva amazónica; sopesando cada centímetro avanzado, mirando en torno a ella como si una gran fiera silvestre pudiese avalanzarse sobre su cuerpo en cualquier momento. Poco a poco se fue alejando. Yo seguía quieto en el lugar donde ella me dejara.

– Por allá se ve el pueblo –gritó, mientras señalaba hacia un punto que yo no podía ver.

–Está bien, vamos por aquí –murmuré en tono cansino.

Una hora después nos habíamos perdido completamente. Bueno, eso pensaba yo, porque Olalla parecía muy convencida de saber hacia dónde nos dirigíamos. Caminaba, sin embargo, con cierta prisa, que yo interpreté como ganas de llegar pronto a casa y demostrarme que no había errado al elegir esa ruta de regreso. Lo cierto es que los árboles habían continuado siendo una barrera entre nosotros y cualquier punto de referencia, el pueblo sólo se había dejado ver en el momento en que mi novia lo señalara. Hacía mucho calor, pero la zona por la que íbamos era sombría y relativamente agradable, al menos en lo que a temperatura se refiere.

De pronto, y sin previo aviso, Olalla comenzó a gesticular, nerviosa. Detuvo sus pasos y por su rostro pasaron una extraña sonrisa y un gesto de profundo desconcierto con el que parecía querer decir: “¿Es posible que esto me esté pasando realmente a mí?”. Por fin, tras un intento fallido, en el que dio la impresión de atragantarse con sus propias palabras, dijo:

–Cariño, por favor… ¡vámonos de aquí! Este lugar… –se echó a llorar y me abrazó. Era la primera vez que la veía así y no podía dar crédito a lo que tenía ante mis ojos.

–¡Olalla…! ¡No pasa nada, tranquila! Si ahora volvemos sobre nuestros pasos, estaremos en casa antes de las tres, seguro –mentira piadosa, pues eran ya las dos y cuarto…

Levantó la cabeza y me dirigió una mirada extraviada y anhelante; una mirada de puro terror. Sentí un estremecimiento.

–Pero, ¿de verdad no lo notas?

–Notar… ¿el qué?

Se oyó un ruido lejano y confuso, y aquel mediodía de verano tornóse oscuro como la madrugada, aun con el sol todavía brillando y la temperatura subiendo sin freno. Los grandes chopos, pinos y abetos que nos rodeaban parecieron cerrarse sobre nosotros de forma amenazadora. No sé cuando me quité las gafas de sol, pero Olalla lo había hecho hacía ya un rato. Intercambiamos una mirada que debió ser muy significativa, porque tras ella estrechamos aún más nuestro abrazo mientras mirábamos a nuestro alrededor. El ruido se había oído tras de nosotros. Aguardamos en silencio. Pensé que aún no había podido ver ni un solo buitre en todo el día y que en aquel camino no se oía el canto de los pájaros. El ruido misterioso volvió a escucharse, mucho más cerca. Tras el sobresalto que nos produjo, la mirada se repitió y, sin decir una palabra, echamos a correr hacia delante, como alma que lleva el diablo.

No habríamos recorrido ni un kilómetro cuando decidimos aflojar el ritmo. Quien quiera que fuese nuestro enemigo había quedado atrás, por el momento.

–¿Por qué… se supone… que hemos… corrido? –dije, entre jadeos.

Olalla no respondió y sacó la cantimplora que portaba en su bolso. Me la dio y pude comprobar que estaba casi vacía. Aún sollozaba, pero me cogió de la mano, instándome a seguir adelante. El día no había perdido en absoluto el extraño tinte amenazador que cobrase minutos atrás, pero yo no era capaz de identificar la causa de que estuviésemos en peligro.

Ignorando mis problemas con el astro rey, me quité la camiseta, ya que el esfuerzo de la carrera había sido excesivo y necesitaba recobrar el resuello rápidamente (eso me temía, al menos). Olalla me miró con gesto desaprobatorio, pero no dijo nada.

–Hay suficiente sombra, no me quemaré –me anticipé a decir.

–No te he dicho nada, vamos.

Tiraba de mí, mirando continuamente sobre su hombro. Mi percepción del asunto debía ser más pobre que la suya; por lo que pude ver, ella era capaz de detectar la siniestra atmósfera que se había formado a nuestro alrededor, pero en un grado aparentemente más sutil de lo que lo hacía yo. Despojada ya de su gorra, su rostro no había perdido un ápice de la tensión que en él pudiera verse minutos antes. Temblaba y se sobresaltaba a la mínima mientras en el bosque empezaba a reinar un silencio sobrecogedor.

Entonces, a la vuelta de una curva más cerrada que las demás, vimos la casa.

Ya he comentado el hecho de que el primer tramo del bosque en que nos encontrábamos nos había recordado enormemente a otro que había cerca de nuestra casa en el pueblo. Sin embargo, el desvío que tomamos después no presentaba similitud alguna con ningún lugar que ya conociéramos.

Pues bien tras una curva y al final del tramo recto que la seguía, había una casa rústica de un piso, construida en piedra. A su derecha podía verse un pozo también de piedra bastante grande, aunque seco y caído en desuso. ¿Qué tenía de extraño? ¿Por qué sentí que se me hacía un nudo en la garganta ante algo tan inocuo? Veréis, esa casa, ese pozo y todo cuanto rodeaba a ambos tenían una réplica exacta justo al final del camino conocido. Se trataba de un refugio para excursionistas que habíamos visitado en diversas ocasiones y en el que incluso habíamos celebrado con los amigos, tiempo atrás, alguna fiestecilla de características inconfesables.

Pero ese refugio quedaba muy lejos y, si bien es cierto que estábamos desorientados, no es menos cierto que aquella casa no podía estar allí de ninguna de las maneras. Era imposible, pues las direcciones para seguir en la búsqueda de una y otra construcción eran opuestas. Me sentí como cuando, en sueños, el subconsciente (esa puerta abierta hacia otras formas de percepción) entremezcla distintos lugares y situaciones de manera inconcebible, pero convincente en el momento en que se sueña.

Nos quedamos clavados en el suelo polvoriento por espacio de unos segundos. Después nos acercamos, temerosos.

–¿Vamos a entrar? –preguntó Olalla.

–No creo que haya otro remedio, ¿no? –dije, mientras me aproximaba a la puerta. Olalla no se separaba de mí, de modo que caminábamos juntos. Como he dicho, me parecía estar soñando en aquel momento y es habitual que en muchas experiencias oníricas actuemos de manera absurda. Pero ahora lo hacíamos de manera estúpida y éramos conscientes de que, como en las pelícuas de terror, nos estábamos ganando un hachazo. A pulso. Tampoco nos quedaba otra salida, no obstante, ya que tras el edificio, el bosque se cerraba en todas direcciones salvo en aquélla de la que procedíamos tanto nosotros como quienquiera que nos estuviera persiguiendo. Penetrar en la foresta suponía un gran riesgo, o al menos así lo percibíamos, sobre todo Olalla, de modo que nos aproximamos aún más mientras exponíamos estas reflexiones en voz alta.

El muro de la fachada tenía dos entradas, una de las cuales carecía de puerta y daba al refugio propiamente dicho. Éste consistía en una estancia de tamaño regular, con una bancada extendiéndose a lo largo de todo su perímetro y una chimenea en el fondo. Era allí donde habíamos estado las otras veces y nunca habíamos franqueado la segunda entrada, cerrada con llave, que daba acceso a los pisos superiores.

El contraste entre la luz del exterior y la penumbra que predominaba en la estancia de la planta baja era tal que tardamos unos segundos en distinguir los detalles. Hacía frío ahí dentro, demasiado quizá, aun tratándose de un edificio de piedra.

No dijimos nada, Olalla había reconocido el sitio tan bien como yo, pero no hizo comentario alguno al respecto. Me cogió de la mano. Estaba helada.

–Se oyen voces, fuera –susurró, alarmada.

–Y pasos –musité.

–No son humanos, y vienen hacia aquí.

No sabría describir las sensaciones que se iban apoderando de mí conforme aumentaba la proximidad de aquellos sonidos. Me daba la impresión de que el cerebro aumentaba su tamaño como queriendo salir de la cavidad craneal, mis músculos se tensaron hasta el dolor y mi estómago daba vueltas sin parar, provocándome náuseas y mareos.

Los pasos se acercaban y las voces se iban haciendo más nítidas, aunque nada de lo que decían podía entenderse. Propuse algo, no recuerdo el qué, pero Olalla no parecía estar escuchándome, sólo tenía sentidos para la sombra que nos acechaba por momentos.

–No deberíamos estar aquí, ¿verdad? –preguntó, tras haber ignorado mi idea.

–Nada de lo que nos está ocurriendo tiene lógica alguna, Olalla. Pero lo único que importa ahora es que tenemos que escondernos, donde sea, ¡ya!

No parecía capaz de reaccionar, estaba quieta, mirando el suelo y moviéndose como podría hacerlo un autista. La agarré sin dudarlo de la muñeca, arrastrándola hacia el exterior. La puerta estaba cerrada con llave, tal y como esperaba. Sin pensármelo dos veces, empujé a Olalla hacia el lado derecho del bosque. Cayó y pude comprobar que no era visible desde el camino. Salté a través del muro vegetal y me di de bruces con el suelo, junto a ella. Lo hice justo a tiempo para taparle la boca.

III. El hombre de la gabardina sucia.

A través de los setos que bordeaban el camino pudimos ver un hombre doblando la curva. A pesar del fuerte calor reinante, vestía un abrigo largo y oscuro y llevaba un sombrero de ala ancha que ocultaba por completo sus facciones. Andaba muy encorvado, ya que sobre su espalda portaba un enorme saco de tela gris. Dicho saco era, como digo, descomunal, más grande incluso que el propio sujeto que lo transportaba. Además parecía muy pesado y pensé que poca gente sería capaz de arrastrar semejante bulto siquiera unos pocos metros, mucho menos cargarlo como aquel individuo estaba haciéndolo.

Contrariamente a lo que había llegado a parecerme minutos atrás, el tipo iba solo. Hablaba en voz alta y lo hacía en un idioma extraño que en nada me recordaba a ninguno que pudiera haber escuchado con anterioridad; tanto es así que la impresión que daba era justamente la que habíamos tenido nosotros antes, es decir, que dos o más personas estaban hablando al mismo tiempo.

Me volví hacia Olalla. De su rostro sólo podía ver los ojos, que estaban muy abiertos e inundados de lágrimas. Seguía temblando y no dejaba de mirar al extraño personaje mientras este accedía al interior de la casa a través de la puerta de madera ignorando del todo nuestra presencia allí. Se perdió en el interior y noté cierta sensación de alivio, ya que hedía a varios metros de distancia. Pedí calma a mi novia y le destapé la boca. Ya iba a hablar, cuando oímos un estruendo espantoso a nuestras espaldas, proveniente de la casa. Nos volvimos rápidamente, justo para ver salir al embozado, menos encorvado y con el saco vacío sobre su hombro. Su olor agrio, penetrante y desagradable volvió a azotarnos con renovada intensidad. Se alejó por el camino y dejamos de oír sus pasos (que sonaban de un modo extraño y desacompasado) y sus voces.

Salimos de nuestro escondite un buen rato después, puede que una hora, quizá algo más, lo cierto es que no me fijé.

–Antes de que me lo preguntes, no, no sé quién era –se anticipó Olalla.

–¿Cómo vamos a volver a casa? –prosiguió. –Yo no pienso ir por ese camino otra vez, no quiero cruzarme a ese hombre, si es que es un hombre; era él quién me ha estado poniendo tan nerviosa todo el tiempo, su proximidad… podía sentirla… ¡olerla! Ha sido horrible.

–Pero ahora está lejos, ¿no? –pregunté, asustado y consciente de mi menor sensiblidad en ese aspecto.

–No lo sé. Estoy mareada, tengo demasiado calor.

Empezó a tambalearse.

–Deberíamos entrar en el refugio un rato, ahí nos recuperaremos –mientras decía esto, así Olalla por el hombro y la empujé hacia la casa. Entrando al refugio, vi que la puerta de madera estaba abierta.

Volví a salir, dejando a mi novia sentada en el refrescante interior de la casa. Me asomé por la otra puerta y espié. Unas escaleras, cómo no, de piedra, subían formando una espiral.

–¿Estás pensando en subir? –dijo una voz tras de mí, sobresaltándome.

–Me muero por saber qué llevaba en ese saco enorme, Olalla –contesté. –Voy a ver, tú quédate aquí, no estás bien.

–Y tú tampoco y no pienso quedarme sola. O voy contigo o no subes.

Fue conmigo. Contamos cada escalón, un total de veinte, hasta que llegamos al primer piso. Había una puerta de acceso sin cerradura. Estaba formada por tablas mal unidas, así que la luz que se filtraba por entre ellas nos servía de iluminación. Decenas de telarañas adornaban las paredes y el techo, por entre los escalones asomaban, tímidos, pequeños jirones de hierba. La puerta chirriaba al abrirse, cosa que hizo con dificultad. Entramos.

El suelo de la habitación estaba repleto de huesos. Los había de todos los tipos: vértebras, costillas, cráneos, huesos largos, huesos cortos, huesos planos… Recordé, estupefacto, lo que habíamos visto, o mejor dicho, lo que no habíamos visto, allá lejos, en la bajada de los buitres.

–Ese hombre… se ha llevado todos estos huesos y los ha traído aquí…

Junto a la ventana había una especie de montículo de calaveras que pensé, correspondía con lo que acababa de descargar del saco gris. No estoy muy al tanto del peso de ese material pero… ¿cómo demonios había podido transportarlo?

–Adrián –dijo Olalla. Aquí hay huesos humanos… mira.

No me hizo falta dirigir la vista hacia donde ella me decía porque toda la estancia estaba salpicada de piezas de esqueleto humano, burdamente entremezcladas con aquellas de vacas, ovejas o corderos que habíamos echado en falta junto a las lomas. Creí recordar algo que había visto por televisión o leído días antes, pero lo olvidé en seguida. Olalla me había cogido del antebrazo y miraba hacia la entrada del piso con expresión aterrada.

–¡Está volviendo! ¡Vámonos de aquí, aunque sea por el bosque, pero vámonos!

Empecé a escuchar sus voces de nuevo y creí enloquecer. Saltamos al exterior y echamos a correr por el bosque, como buenamente pudimos. Llegamos a un claro y volví la vista atrás. La casa quedaba por encima de nosotros y todo a su alrededor era perfectamente visible. El individuo del abrigo largo había vuelto y llevaba un pequeño objeto blanco sobre su mano derecha. Era el cráneo de un niño. Caminaba alegremente y se detuvo al darse cuenta de que le estábamos observando (Olalla se había parado también y, aunque tiraba de mí, no pudo evitar la tentación y oteó hacia el mismo lugar que yo). A pesar de los muchos metros que nos separaban, la intensidad de mirada me hizo gritar. Sus ojos eran blancos. Aun a esa distancia, pude distinguir su sonrisa diabólica.

Olalla tiró de mí con más fuerza y seguimos corriendo. Una hora después salimos del bosque y nos dimos de bruces con un célebre monasterio situado cerca de nuestro pueblo, lo cual no tenía ningún sentido, de acuerdo con la dirección que creíamos haber seguido. Mirando a nuestro alrededor vimos gente; guardias civiles, turistas, gente del lugar… Tuve una sensación parecida al despertar de un sueño profundo y Olalla también la tuvo, según me comentó día después. No quisimos hablar con nadie y volvimos a casa por nuestros medios.

No hemos querido hacer averiguaciones. No nos interesa nada que pueda relacionarse con esos bosques o sus alrededores. Sólo volvimos al pueblo para recoger nuestras cosas y marcharnos. Vendimos nuestra casa de allí y no hemos vuelto.

sábado, 23 de octubre de 2010

SEÑOR DE LOS MILAGROS

La historia del señor de los Milagros se remonta desde mediados del siglo XVII, en aquella época los colonizadores españoles establecían a indios y negros angolas en un barrio que se encontraba junto al antiguo templo preinca Pachacamac, conocido como Pachacamilla donde los esclavos negros se organizaban por cofradias.
Cuenta la tradición que un esclavo que pertenecía a la cofradía de pachacamilla pinto la imagen del cristo crucificado, dicha imagen fue plasmado en un una pared tosca.
El 13 de noviembre de 1655 un gran terremoto azoto Lima dejando totalmente destruido el barrio de San Sebastian en Pachacamac, con excepcion del muro donde habia sido plasmado la imagen del Cristo Crucificado. Las personas se quedaron admirados por este hecho y lo tomaron como un milagro y numerosos devotos empezaron a acudir al lugar para venerar y dar testimonio del milagro.
La gente se organizaba y se reunía cada viernes por la noche para venerar a la imagen donde le llevaban flores, sahumerios para perfumar el lugar y oraban acompañándose de instrumentos musicales. En muchas ocasiones se dieron rituales y actos distintos a los religiosos por lo que las autoridades civiles y religiosas vieron con malos ojos estos sucesos, por lo que ordenaron borrar la imagen y se prohibieron ese tipo de reuniones. Se constituyo un comité especial para borrar la imagen, dicho comité fue escoltado por soldados y se dirigió al muro donde estaba la imagen, pero la misión falló, ya que en los diversos intentos de eliminarlo se vieron hechos divinos y los integrantes del comité caían enfermos, huían o algunos simplemente se quedaban sorprendidos por lo que observaban al intentar suprimir la imagen del cristo crucificado, aun así las autoridades insistían en borrar la imagen pero la gente manifestó su disgusto ante lo cual las autoridades revocaron la orden y autorizaron su veneración realizándose así la primera misa el 14 de Setiembre de 1671.

El Segundo Terremoto

En 1687 alrededor de las 4:45 am se produjo un terremoto que arrasó Lima y callao, La ermita que se había edificado para la imagen se destruyó inevitablemente, pero a pesar de ello la pared donde se encontraba la pintura del cristo crucificado se mantuvo intacto y quedo en pie, este milagro acrecentó mas la fe popular por lo que se ordenó la confección de una copia al óleo y se saco a pasear en anda por las calles de Pachacamilla. Los limeños reconocieron en el Señor de los Milagros a su mejor protector, fue entonces que el Cabildo lo nombró Patrono de Lima, fundándose así la hermandad del Señor de los Milagros. Pasado los años se edificó un convento y una iglesia, donde se guarda la venerada imagen del SEÑOR DE LOS MILAGROS.
viernes, 22 de octubre de 2010

EL MURCIELAGO

Cuenta la leyenda que el murciélago una vez fue el ave más bella de la Creación.

El murciélago al principio era tal y como lo conocemos hoy y se llamaba biguidibela (biguidi = mariposa y bela = carne; el nombre venía a significar algo así como mariposa desnuda).

Un día frío subió al cielo y le pidió plumas al creador, como había visto en otros animales que volaban. Pero el creador no tenía plumas, así que le recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una pluma a cada ave. Y así lo hizo el murciélago, eso sí, recurriendo solamente a las aves con plumas más vistosas y de más colores.

Cuando acabó su recorrido, el murciélago se había hecho con un gran número de plumas que envolvían su cuerpo.

Consciente de su belleza, volaba y volaba mostrándola orgulloso a todos los pájaros, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora emplumadas, aleteando feliz y con cierto aire de prepotencia. Una vez, como un eco de su vuelo, creó el arco iris. Era todo belleza.

Pero era tanto su orgullo que la soberbia lo transformó en un ser cada vez más ofensivo para con las aves.

Con su continuo pavoneo, hacía sentirse chiquitos a cuantos estaban a su lado, sin importar las cualidades que ellos tuvieran. Hasta al colibrí le reprochaba no llegar a ser dueño de una décima parte de su belleza.

Cuando el Creador vio que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus nuevas plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al cielo, donde también se pavoneó y aleteó feliz. Aleteó y aleteó mientras sus plumas se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al principio.

Durante todo el día llovieron plumas del cielo, y desde entonces nuestro murciélago ha permanecido desnudo, retirándose a vivir en cuevas y olvidando su sentido de la vista para no tener que recordar todos los colores que una vez tuvo y perdió.
miércoles, 20 de octubre de 2010

EL CONEJITO INGENIOSO


Periquín tenía su linda casita junto al camino. Periquín era un conejito de blanco peluche, a quien le gustaba salir a tomar el sol junto al pozo que había muy cerca de su casita. Solía sentarse sobre el brocal del pozo y allí estiraba las orejitas, lleno de satisfacción. Qué bien se vivía en aquel rinconcito, donde nadie venía a perturbar la paz que disfrutaba Periquín!. Pero un día apareció el Lobo ladrón, que venía derecho al pozo. Nuestro conejito se puso a temblar. Luego, se le ocurrió echar a correr y encerrarse en la casita antes de que llegara el enemigo: pero no tenía tiempo! Era necesario inventar algún ardid para engañar al ladrón, pues, de lo contrario, lo pasaría mal. Periquín sabía que el Lobo, si no encontraba dinero que quitar a sus víctimas, castigaba a éstas dándoles una gran paliza.

Ya para entonces llegaba a su lado el Lobo ladrón y le apuntaba con su espantable rabuco, ordenándole:

- Ponga las manos arriba señor conejo, y suelte ahora mismo la bolsa, si no quiere que le sople en las costillas con un bastón de nudos. - Ay, qué disgusto tengo, querido Lobo! -se lamentó Periquín, haciendo como que no había oído las amenazas del ladrón- Ay, mi jarrón de plata...! - De plata...? Qué dices? -dijo el Lobo.

- Sí amigo Lobo, de plata. Un jarrón de plata maciza, que lo menos que vale es un dineral. Me lo dejó en herencia mi abuela, y ya ves! Con mi jarrón era rico; pero ahora soy más pobre que las ratas. Se me ha caído al pozo y no puedo recuperarlo! Ay, infeliz de mí! -

suspiraba el conejillo.

Estás seguro de que es de plata? De plata maciza? -preguntó, lleno de codicia, el ladrón - Como que pesaba veinte kilos! afirmó Periquín-.

Veinte kilos de plata que están en el fondo del pozo y del que ya no lo podré sacar. - Pues mi querido amigo-exclamó alegremente el Lobo, que había tomado ya una decisión-, ese hermoso jarrón de plata va a ser para mí.

El Lobo, además de ser ladrón, era muy tonto y empezó a despojarse sus vestidos para estar más libre de movimientos. La ropa, los zapatos, el terrible trabuco, todo quedó depositado sobre el brocal del pozo. - Voy a buscar el jarrón- le dijo al conejito. Y metiéndose muy decidido en el cubo que, atado con una cuerda, servía para sacar agua del pozo, se dejó caer por el agujero.

Poco después llegaba hasta el agua, y una voz

subió hasta Periquín:

- Conejito, ya he llegado! Vamos a ver dónde está ese tesoro. Te acuerdas hacia qué lado se ha caído? - Mira por la derecha - respondió Periquín, conteniendo la risa. - Ya estoy mirando pero no veo nada por aquí ... - Mira entonces por la izquierda - dijo el conejo, asomando por la boca del pozo y riendo a más y mejor. Miro y remiro, pero no le encuentro... De que te ríes? -preguntó amoscado el Lobo. - Me río de ti, ladrón tonto, y de lo difícil que te va a ser salir de ahí. Éste será el castigo de tu codicia y maldad, ya que has de saber que no hay ningún jarrón de plata, ni siquiera de hojalata. Querías robarme; pero el robado vas a ser tú, porque me llevo tu ropa y el trabuco con el que atemorizabas a todos. Viniste por lana, pero has resultado trasquilado. Y, de esta suerte, el conejito ingenioso dejó castigado al Lobo ladrón, por su codicia y maldad.

LA ZORRA Y LA HUACHWA

Se acercaba la época del invierno en la inmensa zona pasqueña. La zorra decidió ir de caza para poder traer la comida a sus siete hijitos pequeños y en el campo hallo un banquete de pajarillos. Desde muy temprano, llevando un gran costal y su aguja, había salido a cazar, dejando muy protegido a sus tiernos hijos.
La zorra muy astuta les reto e hicieron una apuesta a los pajaritos a que ellos no llenaban en el costal porque eran muy pocos y los pajaritos inocentes cayeron en su trampa y todos empezaron a llenarse en el costal una vez que estuvieron en el costal ya con la gigante bola repleta decidió volver a su casa para iniciar la gran panzada, pero fatalmente se dio cuenta que apenas podía arrastrar el costal por el enorme peso que tenía.
De todas maneras, padeciendo una Barbaridad arrastró la talega hasta la casa de la huachwa a la que muy emocionada dijo:
- Comadrita Huachwa, quiero encargarte esta mi bola por un rato voy a traer a mis hijos para que me ayuden. Entretanto comadrita, que se quede aquí esto y le suplico que no la vaya abrir. Se la encomiendo con mucho cariño no la vaya a abrir.
Diciendo esto partió la cargadora a traer a sus hijos para que la ayudaran. Al
Quedar sola la huachwa, intrigado por el encargo de la zorra, curiosa al fin como toda hembra, abrió la boca del saco con el fin de ver su contenido en un santiamén los pájaros volaron dejando a la curiosa con el bolsón vacío en la mano. Ahora ¿que iba a decirle a su comadre?. De momento la huachwa no supo que hacer, pero angustiada por su falta, rápidamente pensó un plan con gran cuidado comenzó a llenar la bolsa con unas “champas” espinosas llamadas “ishancas”, cuando la hubo repletado, la volvió a su lugar. Pasado un rato apareció la zorra acompañada de sus hijitos y agradeciendo a la huachwa por la amabilidad del cuidado, cargó la gigantesca bolsa con la ayuda de sus hijos. A medida que avanzaban, los cachorro se quejaban de los hincones que recibían, pero la zorra en la seguridad de que serían los picos y las garras de los pajaritos los instaba a seguir delante en silencio. Por fin llegaron y metieron la bolsa en la gran madriguera, ya dentro de ella, la zorra les dijo a sus hijitos.
- Hijitos, colóquense en las partes altas y cuando yo vacíe la bolsa, ustedes se tiran sobre su contenido
Y así fue los cachorritos hicieron caso al mandato de su madre y se tiraron con todas sus fuerzas a coger la dulce sorpresa que les había traído y al momento se vio el resultado: con las manitas atravesadas por las espinas comenzaron a llorar sangrantes.
La madre al darse cuenta del engaño fue muy furiosa a buscar a huachwa para ajustarle cuentas y después de buscarla un buen rato dio con ella, se encontraba nadando en el centro de la laguna. La zorra encolerizada la llamaba a grandes voces, pero la huachwa como sino la oyera seguía campante nadando en el centro de la laguna. Decidida a castigar su maldad, la zorra comenzó a beber iracunda el agua con el deseo de secar la laguna y coger a su comadre; pero a medida que bebía rabiosa, su vientre se hacía mucho más gigantesco, hasta que en un momento reventó como una bomba.

AUTOR: T.P.N.
martes, 19 de octubre de 2010

HUARICAPCHA

Allá en el año de 1630, las propiedades de la antigua hacienda, se hallaban enclavadas en la vasta meseta del Bombón; una región agresiva y el cielo deslumbradora en la que hasta el día mas hermoso se advertía algo implacable en el cielo azul turquesa y algo siniestro en el profundo silencio sus inmensidades.

En esta tierra cubierta con un manto verde, salpicada de enhiestos roquedales y clarísimos puquiales, y orlado aquí y allá con erguios haces de indomable (ichu) los hombres pastoreaban el ganado tanto las mujeres atendían los quehaceres de el hogar.

Un día imprevisto de aquel año, el pastor de ovejas santiago Huaricapcha había salido a pastar sus ovejas por aquellas soledades, muy de madrugada. El tiempo soleado por la mañana se torno de pronto amenazante. En poquísimos minutos las cerrazones ensombrecieron el ambiente, muy pronto se desencadeno una terrible ventisca. Cuando los primeros copos comenzaron a caer Huaricapcha los vio llegar complacidos: a la mañana siguiente volvería a salir el sol, derretiría la nieve y la tierra sedienta absorbía la humedad, con la cual se produciría más pasto para alimentar el ganado. Para guarecerse de la nieve, entró en una cueva con la esperanza de que la tormenta amainara. En vano un buen tiempo aguado pacientemente, pero a medida que pasaban las horas, el viento tría más y más nieve como si surgiera de unos monstruosos surtidos arriba de las nubes. La atronadora violencia de la tempestad, cada vez mas creciente, le acusaba la extraña impresión de tallase aprisionado por una espesa cortina tan impenetrable que le impedía el retorno a la casa hacienda, ¡Se había alejado tanto de ella y la espesura del manto níveo, pensó le llagaría hasta arriba de las rodillas!.

Pronto llegó la noche:

El frío empezó a hacerse insoportable. No obstante sus abrigadoras manguillas, su chullo, su poncho y su grueso calzón de bayeta, el pastor sentía el frío en toda su intensidad. Temiendo quedarse helado, buscó combustible en la enormidad de la caverna. Juntando “taquia”, “ichu” seco, “bosta” y algunos pastos secos del fondo, se aprestó a encender una fogata. Para ello reunió algunas piedras que le sirvieron de base para colocar el combustible y en pocos minutos encendió el fuego. Ya algo aliviado, sacó la coca de su “huallqui” y comenzó a “chacchapar” en tanto atizaba la fogata con su magro combustible.
Muy pronto quedo placidamente al dulce calor de la lumbre.

A la mañana siguiente, cuando la claridad naciente del día inundaba el ambiente, Huaricapcha observó que la nieve virgen había suavizado los contornos de los arroyos, senderos, zanjas y hondonadas, prestándole al lugar el aspecto de algún otro planeta. Emocionado por la estremecedora visión, volvió los ojos a la pira apagada y quedó maravillado, absorto. De las piedras que había utilizado como base para la hoguera colgaban largos y finísimos hilos blancos de textura brillante como si fueran delgadísimas lágrimas de piedra. Maravillado por estas formaciones, las cogió con mucha cautela y llenándolas en su “huallqui” las llevó a don Juan José Ugarte, primitivo minero de aquellas épocas quien al poco tiempo, comenzó a beneficiarse de las primeras minas de plata.

Este caso es el origen de los ricos yacimientos de Cerro de Pasco que andando los años, daría origen a la Ciudad Real de Minas(Cerro de Pasco).

EL SECRETO

Esta era una hermosa muchacha que vivía en las alturas de Putaca (Pasco-Perú). Huérfana de madre, ayudaba a su padre en el pastoreo de su ganado. Dócil y trabajadora desde su infancia, al llegar el apogeo de su juventud descubrió que era bella, muy bella; entonces fue presa de un fuerte sentimiento de soberbia que no conocía límites. No obstante que su padre vestía unas ropas viejas y raídas, ella pugnaba por vestirse elegantemente, como las señoritas de la ciudad. El padre amoroso se desvivía para que luciera siempre hermosa con galas cada vez más caras en las ferias pueblerinas de los alrededores. Como es fácil suponer, este tren de vida, era superior a las fuerzas del pastor. Para contrarrestar estas emergencias solía salir de noche a hurtadillas de su choza y, luego de una horas de ausencia, retornaba trayendo unas bolas parecidas al queso fresco que, al día siguiente, las trocaba por monedas brillantes en las Cajas Reales de Pasco.
La purísima calidad de la plata que el pastor cambiaba, despertó la codicia de los empleados españoles de la Institución Real. Éstos, llenos de ambición, decidieron obtener los datos referentes al yacimiento de donde el pastor sacaba aquella riqueza. Hablaron con él reiteradamente; pero ni los tragos ni las amenazas fueron suficientes para convencerlo. El pastor no soltó prenda. Entonces el más audaz y fachoso reparó que la muchacha, hermosa como pocas, no apartaba los ojos de él. En ese instante se dio cuenta que le sería fácil conquistarla y, por intermedio de ella, descubrir el yacimiento.Al día siguiente comenzó el flirteo. Primero el acoso, los galanteos, los regalos; después las citas nocturnas y continuas que terminaron por rendir a la muchacha. Completamente sometida, se convirtió en un fantoche que atendía con escandalosa solicitud los caprichos de su enamorado. Así las cosas, un día que el galán le pidió que le mostrara la mina de donde sacaba la plata su padre, ella siguió a su progenitor sin que éste lo advirtiera; satisfecha su curiosidad y conocedora del yacimiento, citó a su amante. La noche del encuentro, ambos fueron con sigilo y entraron en la mina. Quedaron mudos de fascinación. La plata brillante se encontraba en pródiga abundancia en aquella mina. Repuesto de su asombro y ayudado por su pareja, el hombre, logró llenar un buen zurrón de plata y cuando estaban a punto de marcharse vieron entrar al pastor…- ¡Hijos!,…¿Qué hacen en la mina?.- ¡Oh! padre… he revelado tu secreto al hombre que amo!. ¡Perdóname! – Suplicó la muchacha.- ¡Oh! hijita!…No es nada grave. ¿Tú querías conocer esta mina? – preguntó al galán que no salía de su pasmo…- Sí, sí –balbuceaba- pero…- Nada, nada. Por lo que veo ya has llenado una fuerte cantidad de plata en tus alforjas, bueno, llévatela.- Es… ¿verdad? –Alcanzó a musitar el intruso, incrédulo de lo que estaba ocurriendo.- ¡Claro! –Respondió el pastor- Eres amigo de mi hija y si quieres más de este metal, puedes volver cuando quieras, pero ¡eso sí!. Nunca reveles nuestro secreto.- ¡Oh no, no… nunca! –Casi gritó el chapetón.- Bien, hijo. Entonces cerremos el trato. Puedes llevar todo lo que se te antoje con la condición de que no reveles de dónde lo sacas… ¿De acuerdo…?- De acuerdo, taita….- Entonces para celebrarlo, sírvete esta chichita que he traído, debes estar sediento.
Muy emocionado, el español bebió abundantes sorbos de la chicha que el pastor le había brindado. Cargó sus alforjas y emocionado como un niño retornó a la Villa de Pasco. Allí, después de reunir a sus amigos y mostrarles grandes manojos de plata nativa, rosicler y abundantes montones de plata piña, les dijo que ya se consideraran unos hombres ricos porque a primera hora del día siguiente los conduciría a una mina fabulosa. Cariñoso se despidió de cada uno de ellos y se retiró a descansar.
Al día siguiente cuando sus amigos fueron a despertarlo lo encontraron frío y duro como un carámbano. Estaba muerto. El secreto del pastor estaba bien guardado.