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miércoles, 27 de octubre de 2010

EL LADRÓN DE HUESOS

I. La bajada de los buitres.

Salimos temprano del pueblo porque la última vez que habíamos dado aquel paseo (un año atrás, aproximadamente) nos habíamos quedado con ganas de ver más paisaje, de explorar más terreno desconocido y de hacer nuevos descubrimientos. En aquella primera ocasión se nos había hecho tarde, no llevábamos nada para

comer y, cuando el hambre empezó a hacer estragos, decidimos volver sobre nuestros pasos a pesar de las prometedoras escenas de naturaleza que parecían abrirse ante nosotros.

Con este buen ánimo caminábamos ahora a través de una especie de sendero que, en sus primeros metros, era una calle más del municipio, la cual había ido quedando desprovista de casas por ambos flancos desde hacía un buen rato, transformándose poco después en una senda arenosa y fácilmente transitable. Dicha senda se desviaba a la izquierda en un determinado punto, iniciándose una empinada ascensión a las yermas colinas que eran el objetivo inicial de nuestra salida.

A pesar de lo pronto que era, una leve claridad apenas despuntando frente a nosotros tras la línea del horizonte, el día prometía ser mucho más caluroso de lo que lo había sido el de nuestra primera excursión a aquel lugar. Esa otra vez, el cierzo había hecho de la suyas y la temperatura apenas había superado los diez o doce grados aun con el sol trabajando a pleno rendimiento desde primeras horas, sin una sola nube en el cielo que dificultase su labor.

Respiramos profundamente el aire relativamente fresco del amanecer y volvimos la vista atrás mediada la ascensión a la primera de las lomas. El diminuto villorrio del que procedíamos aparentaba estar mucho más lejos de lo que había calculado a partir del tiempo transcurrido y el camino andado. Bajo nuestros pies, las casas apiñadas una encima de otra, la sobria iglesia del siglo XVI, los campos circundantes… todo ello parecía ya un recuerdo vago y confuso. Dimos media vuelta y proseguimos nuestro camino.

[…]

El amanecer es, sin duda, el mejor momento de un día de verano, al menos en mi tierra, pues la atmósfera carece aún de ese ambiente plomizo e irrespirable, tan propio de las horas de la tarde, que hace que sea tan difícil siquiera plantearse uno la posibilidad de salir a dar una vuelta. Mi novia, de nombre Olalla, y yo tratábamos de disfrutar por una vez de esas horas de gracia que la naturaleza nos concedía a diario y que desaprovechábamos habitualmente, dada la lógica pereza del periodo vacacional y las intempestivas horas de la madrugada a las que solíamos acostarnos.

Allí estábamos, disfrutando de la espléndida vista que se nos ofrecía una vez alcanzada la primera de las pequeñas cumbres, mas sin demorarnos mucho en ella, ya que ese ensimismamiento embobado fue el causante de que la excursión quedase inconclusa la primera vez.

–Ya volveremos mañana –recuerdo haber dicho conforme volvíamos a entrar en el pueblo, pasadas las tres de la tarde–. Y llegaremos hasta el final del camino.

No fue, sin embargo hasta diez meses después que no regresamos al pueblo y tuvimos ocasión de repetir el paseo.

–A ver si vemos hoy tantos buitres como el otro día –dijo Olalla. Irónicamente, por “el otro día” debía entenderse “el año pasado”.

–Hombre, si siguen echando allí a los animales muertos, y no creo que en el pueblo hayan cambiado de costumbre, seguro que los vemos rondar– respondí.

Y es que, subiendo por un camino mucho más estrecho y descuidado que aún quedaba a varios metros de nosotros, habíamos hecho un macabro descubrimiento en nuestra otra expedición. Vimos primero algo que nos pareció una piedra blanca y brillante que vista de cerca parecía más el hueso de un animal que cualquier otra cosa. Cualquier duda sobre la naturaleza del objeto quedó despejada minutos después cuando vimos, esparcidos a lo largo de una de las pendientes de bajada, los restos de innumerables animales de granja: esqueletos más o menos limpios, calaveras, huesos partidos en pedazos… incluso un par de animales cuya forma era aún perfectamente discernible gracias la capa de piel que todavía permanecía intacta sobre la osamenta de las reses.

Los buitres que volaban un poco más allá eran los responsables de tan ecológico medio de eliminar los despojos. Ecológico, digo, pero siniestro según me pareció al pensar en esos restos esparcidos a la buena de Dios, y las aves carroñeras alimentándose vorazmente de ellos… Fantaseé con la posibilidad de que aún quedara un mínimo resquicio de vida en alguno de aquellos desdichados animales y recuerdo haber pensado que no cabe muerte más horrible que aquella en la que uno es devorado en vida sin poder hacer nada para defenderse; picos y garras afilados e inclementes que devoran las partes blandas de su víctima como primer plato, ojos, lengua y testículos; el sonido de las plumas y los graznidos del verdugo, los propios aullidos de dolor y pánico con los que las últimas fuerzas del animal devorado son desperdiciadas… Todo un cuadro, en fin, muy acorde con aquellos parajes desolados.

Tomamos el camino estrecho en cuanto llegamos a él y allí la cuesta se pronunciaba de tal manera que las primeras gotas de sudor empezaron ya a recorrer mi piel.

–¿Te cansas? –preguntó Olalla.

–No, vamos a seguir– me apresuré a contestar. Nunca me ha gustado que mi capacidad física sea puesta en entredicho, así que el tono de mi respuesta sonó un poco más rudo de lo que es normal en mí. Olalla no pareció darse cuenta y siguió caminando.

Estaba muy guapa aquel día. Cubría su cabeza con una gorra visera negra, de la que sobresalía su pelo, teñido de rojo y curiosamente recogido en numerosas trencillas. Sobre su cuerpo, una camiseta morada de tirantes y unos pantalones finos, de estilo militar, caían de tal modo sobre su cintura que dejaban ver, a cada paso, parte de sus caderas, de su vientre y de su espalda. Recuerdo haber sido inconsciente a ratos del paisaje que se abría ante nosotros porque era incapaz de apartar la vista de esa pequeña ventana abierta al interior de su cuerpo.

Una mosca (del tamaño de un helicóptero a juzgar por lo grave de su zumbido) pasó junto a mi oído derecho haciéndome levantar la vista y contemplar el panorama. Habíamos llegado ya al punto más alto de nuestro camino y el campo se abría en ondulante descenso a partir de allí. A unos veinticinco metros del lugar en que estábamos, una tosca señal de madera, junto a la que habíamos encontrado el primer hueso la otra vez, permanecía allí clavada: cualquier función indicadora que hubiese podido ejercer en el pasado fue olvidada años atrás, y las últimas huellas de la pintura del letrero habían sido borradas por el viento, las aguas y el tiempo inclemente que destruye cuanto encuentra a su paso.

–La cuesta esa que estaba llena de esqueletos de animales quedaba por allá abajo, ¿no?

–Me parece que sí. ¿Nos acercamos? –propuse– Podemos hacer alguna foto desde allí, las vistas eran impresionantes.

Me extrañó no ver ningún residuo óseo cerca de la vieja señal, pero no le di mayor importancia al asunto. Caminamos cuesta abajo primero para volver a ascender después. El sol, radiante y ajeno a nosotros, seguía subiendo y ya calentaba con relativo exceso nuestras espaldas. Frente a él, el gran monte M… vigilaba, silencioso, nuestros movimientos. Olalla se me adelantó un poco y miró hacia el terraplén.

–Pues me parece que no debía ser aquí, ¿eh? –dijo.

–¿Por?

–Ven.

La ligera sensación de extrañeza que me venía acompañando desde hacía unos minutos, al comprobar que nuestro camino no estaba salpicado de numerosas costillas, vértebras y calaveras perfectamente limpias y blanqueadas, como en octubre del año pasado, esa sensación, digo, se vio colmada de sorpresa y aun de alarma al comprobar que la que habíamos bautizado como “la bajada de los buitres” estaba completamente vacía. Allí no había ni un solo hueso, y mucho menos el cuerpo entero de animal alguno.

–¡Hostia! –fue lo único que acerté a decir.

¿Quién podía haber hecho tal cosa? ¿La propia naturaleza? Supuse que sí, ya que tengo entendido que el proceso de desaparición de un cadáver dejado a su suerte a campo abierto es extremadamente rápido, pero… ¿Por qué no habían vuelto los ganaderos del pueblo a utilizar aquel lugar como improvisado cementerio de animales? Además, yo recordaba centenares, creo que miles de huesos tapizando el suelo de la colina, y ahora no quedaba… ¡nada! Me pareció que la capacidad de regeneración de la naturaleza era excesiva, maravillosa.

–Pues yo creo que es el mismo sitio –dije, titubeando–, fíjate en la “V” que describen esas dos colinas y que dijimos que harían tan buen encuadre para cuando hiciéramos una foto–. No me cabía duda de que el lugar era el mismo, estaba perplejo.

–¿Entonces?

Expliqué mis escasas teorías regenerativas sin mucha fe y debo decir que tampoco a Olalla parecieron convencerle en absoluto. Pero ¿qué otra respuesta podíamos encontrar a tan inesperado misterio? Quizá la policía medioambiental –¿existe eso?– o los propios vecinos habían limpiado el lugar.

–Eso no tiene sentido, antes sanearían el vertedero ilegal de T… –comentó Olalla.

–Sí claro, pero a mí no se me ocurre otra…

–¡Anda, mira!

–…cosa.

Olalla anduvo unos pocos pasos hacia la pendiente y cogió una pluma de buitre. Usóla a modo de puntero para señalarme otras muchas que aún quedaban en el suelo.

–Lo que está claro es que los buitres han pasado hace poco por aquí, esta pluma no parece llevar mucho tiempo, ni aquella, ni esa otra… –dijo.

Me encogí de hombros.

–¿Ves tú alguno? –pregunté.

Negó con la cabeza. Cambió las gafas de ver por las de sol, que llevaba en un pequeño bolso de punto, junto a alguna que otra provisión y crema solar. Ligeramente decepcionados y bastante extrañados, volvimos a la vieja señal y seguimos nuestro camino.

II. Más lugares conocidos

Empezaba a sentirme incómodo, ya que llevaba demasiada ropa. El sol siempre ha sido, y continúa siendo, uno de mis más feroces enemigos, causante de numerosos enrojecimientos y aun quemaduras sobre la piel de mi rostro y espalda, por breve que haya sido mi exposición a sus implacables rayos. Vestía, pues, una camiseta de manga corta, un pantalón corto hasta media pantorrilla y lo peor de todo: una gorra de béisbol que, si bien me protegía la cara, me daba un calor atroz, inaguantable. Estaba deseando que accediéramos a algún tramo de sombra para poder quitármela un rato.

Debían ser las diez y media de la mañana cuando pusimos nuestros pies sobre una pequeña vereda que hacia las veces de entrada a un bosquecillo, el cual habíamos empezado a divisar desde hacía un buen rato, cuando abandonamos el antiguo cementerio de animales. Nada más entrar suspiré aliviado, al tiempo que me deshacía, temporalmente, de la visera.

–¡Joder, qué calor!

Olalla me miró, pero no dijo nada. Se despojó de su camiseta, bajo la cual llevaba un bikini negro, y miró en derredor suyo. Repentinamente, detuvo sus pasos e hizo un comentario que me sorprendió.

–Oye, aquí ya habíamos estado antes, ¿no?

–¿Eh? No, la otra vez no pasamos de las lomas.

–No, no digo que esa vez llegáramos hasta aquí. Pero en este lugar yo ya he estado, seguro.

Ya iba a contradecirle cuando, fijándome un poco más en todo cuanto me rodeaba, sentí también cierta sensación de familiaridad que me turbó ligeramente; la disposición de los árboles y las piedras, el peculiar serpenteo del camino que nos disponíamos a seguir, las pequeñas subidas y bajadas que formaba el terreno a ambos lados…

–Este camino es exactamente igual que el que hay al lado de casa, subiendo por la casa de Letosa.

Dije aquello casi sin pensar, pero, conforme lo hacía, me di cuenta de que estaba en lo cierto y había dado palabras a mis sensaciones. Pero ese camino al que me refería distaba mucho de aquel punto. A unos seis kilómetros si nos dirigíamos a él por el pueblo, y puede que tres o cuatro si fuésemos a campo traviesa.

–… pero no puede ser el mismo. Vamos a seguir.

Continuamos nuestro paseo fijándonos más que nunca en todo lo que nos rodeaba. Era aquél un camino excavado en la bajada de una de las laderas. Estábamos rodeados de bosque, por lo que no podíamos terminar de orientarnos como solíamos hacer, mediante nuestra situación respecto a la gran montaña. Los árboles eran tan altos que apenas si nos dejaban ver un poco de cielo sobre nuestras cabezas. Esa era, quizá, la única diferencia con respecto al otro camino, al que tanto se parecía.

Paseábamos en silencio, atentos al menor ruido que pudiera producirse a nuestro alrededor. Numerosos insectos revoloteaban en torno a nosotros, irritándonos profundamente, sobre todo a mí.

–Oye, ¿ tú sabes dónde estamos? Yo creo que me estoy perdiendo.

–¡Joder! –aplasté un moscardón contra mi brazo– ¿Qué dices? Sí, sí, y si no sabemos volver desde aquí, siempre podemos dar media vuelta, no hemos tomado ningún camino secundario. No hay problema.

Conforme decía esto empecé a distinguir, a unos veinte metros de nosotros, la entrada hacia un pasillo más pequeño que se abría la derecha del bosque.

–¿Y si vamos por aquí? –preguntó Olalla, entre temerosa y expectante.

–Yo no soy partidario de meternos por senderos de éstos, a saber dónde acabamos.

Sin dignarse a contestarme, Olalla penetró por la senda transversal tal y como lo haría un explorador por la selva amazónica; sopesando cada centímetro avanzado, mirando en torno a ella como si una gran fiera silvestre pudiese avalanzarse sobre su cuerpo en cualquier momento. Poco a poco se fue alejando. Yo seguía quieto en el lugar donde ella me dejara.

– Por allá se ve el pueblo –gritó, mientras señalaba hacia un punto que yo no podía ver.

–Está bien, vamos por aquí –murmuré en tono cansino.

Una hora después nos habíamos perdido completamente. Bueno, eso pensaba yo, porque Olalla parecía muy convencida de saber hacia dónde nos dirigíamos. Caminaba, sin embargo, con cierta prisa, que yo interpreté como ganas de llegar pronto a casa y demostrarme que no había errado al elegir esa ruta de regreso. Lo cierto es que los árboles habían continuado siendo una barrera entre nosotros y cualquier punto de referencia, el pueblo sólo se había dejado ver en el momento en que mi novia lo señalara. Hacía mucho calor, pero la zona por la que íbamos era sombría y relativamente agradable, al menos en lo que a temperatura se refiere.

De pronto, y sin previo aviso, Olalla comenzó a gesticular, nerviosa. Detuvo sus pasos y por su rostro pasaron una extraña sonrisa y un gesto de profundo desconcierto con el que parecía querer decir: “¿Es posible que esto me esté pasando realmente a mí?”. Por fin, tras un intento fallido, en el que dio la impresión de atragantarse con sus propias palabras, dijo:

–Cariño, por favor… ¡vámonos de aquí! Este lugar… –se echó a llorar y me abrazó. Era la primera vez que la veía así y no podía dar crédito a lo que tenía ante mis ojos.

–¡Olalla…! ¡No pasa nada, tranquila! Si ahora volvemos sobre nuestros pasos, estaremos en casa antes de las tres, seguro –mentira piadosa, pues eran ya las dos y cuarto…

Levantó la cabeza y me dirigió una mirada extraviada y anhelante; una mirada de puro terror. Sentí un estremecimiento.

–Pero, ¿de verdad no lo notas?

–Notar… ¿el qué?

Se oyó un ruido lejano y confuso, y aquel mediodía de verano tornóse oscuro como la madrugada, aun con el sol todavía brillando y la temperatura subiendo sin freno. Los grandes chopos, pinos y abetos que nos rodeaban parecieron cerrarse sobre nosotros de forma amenazadora. No sé cuando me quité las gafas de sol, pero Olalla lo había hecho hacía ya un rato. Intercambiamos una mirada que debió ser muy significativa, porque tras ella estrechamos aún más nuestro abrazo mientras mirábamos a nuestro alrededor. El ruido se había oído tras de nosotros. Aguardamos en silencio. Pensé que aún no había podido ver ni un solo buitre en todo el día y que en aquel camino no se oía el canto de los pájaros. El ruido misterioso volvió a escucharse, mucho más cerca. Tras el sobresalto que nos produjo, la mirada se repitió y, sin decir una palabra, echamos a correr hacia delante, como alma que lleva el diablo.

No habríamos recorrido ni un kilómetro cuando decidimos aflojar el ritmo. Quien quiera que fuese nuestro enemigo había quedado atrás, por el momento.

–¿Por qué… se supone… que hemos… corrido? –dije, entre jadeos.

Olalla no respondió y sacó la cantimplora que portaba en su bolso. Me la dio y pude comprobar que estaba casi vacía. Aún sollozaba, pero me cogió de la mano, instándome a seguir adelante. El día no había perdido en absoluto el extraño tinte amenazador que cobrase minutos atrás, pero yo no era capaz de identificar la causa de que estuviésemos en peligro.

Ignorando mis problemas con el astro rey, me quité la camiseta, ya que el esfuerzo de la carrera había sido excesivo y necesitaba recobrar el resuello rápidamente (eso me temía, al menos). Olalla me miró con gesto desaprobatorio, pero no dijo nada.

–Hay suficiente sombra, no me quemaré –me anticipé a decir.

–No te he dicho nada, vamos.

Tiraba de mí, mirando continuamente sobre su hombro. Mi percepción del asunto debía ser más pobre que la suya; por lo que pude ver, ella era capaz de detectar la siniestra atmósfera que se había formado a nuestro alrededor, pero en un grado aparentemente más sutil de lo que lo hacía yo. Despojada ya de su gorra, su rostro no había perdido un ápice de la tensión que en él pudiera verse minutos antes. Temblaba y se sobresaltaba a la mínima mientras en el bosque empezaba a reinar un silencio sobrecogedor.

Entonces, a la vuelta de una curva más cerrada que las demás, vimos la casa.

Ya he comentado el hecho de que el primer tramo del bosque en que nos encontrábamos nos había recordado enormemente a otro que había cerca de nuestra casa en el pueblo. Sin embargo, el desvío que tomamos después no presentaba similitud alguna con ningún lugar que ya conociéramos.

Pues bien tras una curva y al final del tramo recto que la seguía, había una casa rústica de un piso, construida en piedra. A su derecha podía verse un pozo también de piedra bastante grande, aunque seco y caído en desuso. ¿Qué tenía de extraño? ¿Por qué sentí que se me hacía un nudo en la garganta ante algo tan inocuo? Veréis, esa casa, ese pozo y todo cuanto rodeaba a ambos tenían una réplica exacta justo al final del camino conocido. Se trataba de un refugio para excursionistas que habíamos visitado en diversas ocasiones y en el que incluso habíamos celebrado con los amigos, tiempo atrás, alguna fiestecilla de características inconfesables.

Pero ese refugio quedaba muy lejos y, si bien es cierto que estábamos desorientados, no es menos cierto que aquella casa no podía estar allí de ninguna de las maneras. Era imposible, pues las direcciones para seguir en la búsqueda de una y otra construcción eran opuestas. Me sentí como cuando, en sueños, el subconsciente (esa puerta abierta hacia otras formas de percepción) entremezcla distintos lugares y situaciones de manera inconcebible, pero convincente en el momento en que se sueña.

Nos quedamos clavados en el suelo polvoriento por espacio de unos segundos. Después nos acercamos, temerosos.

–¿Vamos a entrar? –preguntó Olalla.

–No creo que haya otro remedio, ¿no? –dije, mientras me aproximaba a la puerta. Olalla no se separaba de mí, de modo que caminábamos juntos. Como he dicho, me parecía estar soñando en aquel momento y es habitual que en muchas experiencias oníricas actuemos de manera absurda. Pero ahora lo hacíamos de manera estúpida y éramos conscientes de que, como en las pelícuas de terror, nos estábamos ganando un hachazo. A pulso. Tampoco nos quedaba otra salida, no obstante, ya que tras el edificio, el bosque se cerraba en todas direcciones salvo en aquélla de la que procedíamos tanto nosotros como quienquiera que nos estuviera persiguiendo. Penetrar en la foresta suponía un gran riesgo, o al menos así lo percibíamos, sobre todo Olalla, de modo que nos aproximamos aún más mientras exponíamos estas reflexiones en voz alta.

El muro de la fachada tenía dos entradas, una de las cuales carecía de puerta y daba al refugio propiamente dicho. Éste consistía en una estancia de tamaño regular, con una bancada extendiéndose a lo largo de todo su perímetro y una chimenea en el fondo. Era allí donde habíamos estado las otras veces y nunca habíamos franqueado la segunda entrada, cerrada con llave, que daba acceso a los pisos superiores.

El contraste entre la luz del exterior y la penumbra que predominaba en la estancia de la planta baja era tal que tardamos unos segundos en distinguir los detalles. Hacía frío ahí dentro, demasiado quizá, aun tratándose de un edificio de piedra.

No dijimos nada, Olalla había reconocido el sitio tan bien como yo, pero no hizo comentario alguno al respecto. Me cogió de la mano. Estaba helada.

–Se oyen voces, fuera –susurró, alarmada.

–Y pasos –musité.

–No son humanos, y vienen hacia aquí.

No sabría describir las sensaciones que se iban apoderando de mí conforme aumentaba la proximidad de aquellos sonidos. Me daba la impresión de que el cerebro aumentaba su tamaño como queriendo salir de la cavidad craneal, mis músculos se tensaron hasta el dolor y mi estómago daba vueltas sin parar, provocándome náuseas y mareos.

Los pasos se acercaban y las voces se iban haciendo más nítidas, aunque nada de lo que decían podía entenderse. Propuse algo, no recuerdo el qué, pero Olalla no parecía estar escuchándome, sólo tenía sentidos para la sombra que nos acechaba por momentos.

–No deberíamos estar aquí, ¿verdad? –preguntó, tras haber ignorado mi idea.

–Nada de lo que nos está ocurriendo tiene lógica alguna, Olalla. Pero lo único que importa ahora es que tenemos que escondernos, donde sea, ¡ya!

No parecía capaz de reaccionar, estaba quieta, mirando el suelo y moviéndose como podría hacerlo un autista. La agarré sin dudarlo de la muñeca, arrastrándola hacia el exterior. La puerta estaba cerrada con llave, tal y como esperaba. Sin pensármelo dos veces, empujé a Olalla hacia el lado derecho del bosque. Cayó y pude comprobar que no era visible desde el camino. Salté a través del muro vegetal y me di de bruces con el suelo, junto a ella. Lo hice justo a tiempo para taparle la boca.

III. El hombre de la gabardina sucia.

A través de los setos que bordeaban el camino pudimos ver un hombre doblando la curva. A pesar del fuerte calor reinante, vestía un abrigo largo y oscuro y llevaba un sombrero de ala ancha que ocultaba por completo sus facciones. Andaba muy encorvado, ya que sobre su espalda portaba un enorme saco de tela gris. Dicho saco era, como digo, descomunal, más grande incluso que el propio sujeto que lo transportaba. Además parecía muy pesado y pensé que poca gente sería capaz de arrastrar semejante bulto siquiera unos pocos metros, mucho menos cargarlo como aquel individuo estaba haciéndolo.

Contrariamente a lo que había llegado a parecerme minutos atrás, el tipo iba solo. Hablaba en voz alta y lo hacía en un idioma extraño que en nada me recordaba a ninguno que pudiera haber escuchado con anterioridad; tanto es así que la impresión que daba era justamente la que habíamos tenido nosotros antes, es decir, que dos o más personas estaban hablando al mismo tiempo.

Me volví hacia Olalla. De su rostro sólo podía ver los ojos, que estaban muy abiertos e inundados de lágrimas. Seguía temblando y no dejaba de mirar al extraño personaje mientras este accedía al interior de la casa a través de la puerta de madera ignorando del todo nuestra presencia allí. Se perdió en el interior y noté cierta sensación de alivio, ya que hedía a varios metros de distancia. Pedí calma a mi novia y le destapé la boca. Ya iba a hablar, cuando oímos un estruendo espantoso a nuestras espaldas, proveniente de la casa. Nos volvimos rápidamente, justo para ver salir al embozado, menos encorvado y con el saco vacío sobre su hombro. Su olor agrio, penetrante y desagradable volvió a azotarnos con renovada intensidad. Se alejó por el camino y dejamos de oír sus pasos (que sonaban de un modo extraño y desacompasado) y sus voces.

Salimos de nuestro escondite un buen rato después, puede que una hora, quizá algo más, lo cierto es que no me fijé.

–Antes de que me lo preguntes, no, no sé quién era –se anticipó Olalla.

–¿Cómo vamos a volver a casa? –prosiguió. –Yo no pienso ir por ese camino otra vez, no quiero cruzarme a ese hombre, si es que es un hombre; era él quién me ha estado poniendo tan nerviosa todo el tiempo, su proximidad… podía sentirla… ¡olerla! Ha sido horrible.

–Pero ahora está lejos, ¿no? –pregunté, asustado y consciente de mi menor sensiblidad en ese aspecto.

–No lo sé. Estoy mareada, tengo demasiado calor.

Empezó a tambalearse.

–Deberíamos entrar en el refugio un rato, ahí nos recuperaremos –mientras decía esto, así Olalla por el hombro y la empujé hacia la casa. Entrando al refugio, vi que la puerta de madera estaba abierta.

Volví a salir, dejando a mi novia sentada en el refrescante interior de la casa. Me asomé por la otra puerta y espié. Unas escaleras, cómo no, de piedra, subían formando una espiral.

–¿Estás pensando en subir? –dijo una voz tras de mí, sobresaltándome.

–Me muero por saber qué llevaba en ese saco enorme, Olalla –contesté. –Voy a ver, tú quédate aquí, no estás bien.

–Y tú tampoco y no pienso quedarme sola. O voy contigo o no subes.

Fue conmigo. Contamos cada escalón, un total de veinte, hasta que llegamos al primer piso. Había una puerta de acceso sin cerradura. Estaba formada por tablas mal unidas, así que la luz que se filtraba por entre ellas nos servía de iluminación. Decenas de telarañas adornaban las paredes y el techo, por entre los escalones asomaban, tímidos, pequeños jirones de hierba. La puerta chirriaba al abrirse, cosa que hizo con dificultad. Entramos.

El suelo de la habitación estaba repleto de huesos. Los había de todos los tipos: vértebras, costillas, cráneos, huesos largos, huesos cortos, huesos planos… Recordé, estupefacto, lo que habíamos visto, o mejor dicho, lo que no habíamos visto, allá lejos, en la bajada de los buitres.

–Ese hombre… se ha llevado todos estos huesos y los ha traído aquí…

Junto a la ventana había una especie de montículo de calaveras que pensé, correspondía con lo que acababa de descargar del saco gris. No estoy muy al tanto del peso de ese material pero… ¿cómo demonios había podido transportarlo?

–Adrián –dijo Olalla. Aquí hay huesos humanos… mira.

No me hizo falta dirigir la vista hacia donde ella me decía porque toda la estancia estaba salpicada de piezas de esqueleto humano, burdamente entremezcladas con aquellas de vacas, ovejas o corderos que habíamos echado en falta junto a las lomas. Creí recordar algo que había visto por televisión o leído días antes, pero lo olvidé en seguida. Olalla me había cogido del antebrazo y miraba hacia la entrada del piso con expresión aterrada.

–¡Está volviendo! ¡Vámonos de aquí, aunque sea por el bosque, pero vámonos!

Empecé a escuchar sus voces de nuevo y creí enloquecer. Saltamos al exterior y echamos a correr por el bosque, como buenamente pudimos. Llegamos a un claro y volví la vista atrás. La casa quedaba por encima de nosotros y todo a su alrededor era perfectamente visible. El individuo del abrigo largo había vuelto y llevaba un pequeño objeto blanco sobre su mano derecha. Era el cráneo de un niño. Caminaba alegremente y se detuvo al darse cuenta de que le estábamos observando (Olalla se había parado también y, aunque tiraba de mí, no pudo evitar la tentación y oteó hacia el mismo lugar que yo). A pesar de los muchos metros que nos separaban, la intensidad de mirada me hizo gritar. Sus ojos eran blancos. Aun a esa distancia, pude distinguir su sonrisa diabólica.

Olalla tiró de mí con más fuerza y seguimos corriendo. Una hora después salimos del bosque y nos dimos de bruces con un célebre monasterio situado cerca de nuestro pueblo, lo cual no tenía ningún sentido, de acuerdo con la dirección que creíamos haber seguido. Mirando a nuestro alrededor vimos gente; guardias civiles, turistas, gente del lugar… Tuve una sensación parecida al despertar de un sueño profundo y Olalla también la tuvo, según me comentó día después. No quisimos hablar con nadie y volvimos a casa por nuestros medios.

No hemos querido hacer averiguaciones. No nos interesa nada que pueda relacionarse con esos bosques o sus alrededores. Sólo volvimos al pueblo para recoger nuestras cosas y marcharnos. Vendimos nuestra casa de allí y no hemos vuelto.

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