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domingo, 28 de noviembre de 2010

EL GRILLO

Un humilde grillo negro veia desde su cueva a cierta mariposilla que giraba en la pradera luciendo sus finas alas tejidas con oro y seda. Vagaba la mariposa, como soberana aérea, entre las flores del prado, y posaba en las más bellas, que al recibirla se abrían para ofrecerle su néctar.
- Ah! -triste exclamaba el pobre grillo en su celda-¡Cuán distinta es nuestra suerte! A ti, la naturaleza te regalo sus tesoros, mientras yo entre tinieblas sepultado vivo siempre con las mas triste miserias. No tengo ningún talento; ridícula es mi presencia; nadie se acuerda de mi; ¡como si yo no existiera!.
Mientras asi el pobre grillo al aire daba sus quejas, siete u ocho rapazuelos en el prado se presentaban, y en pos de la mariposa se lanzan a la carrera. Los pañuelos y las gorras la arrojaban para prenderla, e inútilmente el insecto por verse libre se esfuerza; que pronto aquellos rapaces entre sus manos le apresan, y arrebátanle las alas y le aplastan la cabeza.
El grillo, espantado, dijo al mirar la triste escena:
- Jamas volveré a quejarme... nunca dejare mi cueva.

Moraleja: No reniegues de tu estado, toda tu vida es un tesoro en el devenir del tiempo.

AUTOR: Florián
viernes, 12 de noviembre de 2010

LA ESTRELLA DIMINUTA

Había una vez una estrella muy, muy chiquitita, tan pequeñita como un mosquito, que vivía en el cielo junto a sus papás, dos estrellas enormes. La pequeña estrella era muy curiosa y siempre quería verlo todo, pero sus papás le decían que aún era pequeña para ir sola, y que debía esperar.
Un día, la estrella vio un pequeño planeta azul; era tan bonito que se olvidó de lo que le habían dicho sus padres, y se fue hacia aquel planeta. Pero voló tan rápido, tan rápido, que se desorientó y ya no sabía volver.

Una vez en la Tierra, donde creía que lo pasaría bien, la gente y los demás animales la confundieron con una luciérnaga brillantísima, así que todos querían atraparla. Huyó como pudo, muy asustada, hasta que se escondió tras una sábana. Entonces todos pensaron que era un fantasma, y huyeron despavoridos. La estrellita aprovechó su disfraz para divertirse muchísimo asustando a todo el mundo, hasta que llegó a una montaña en la que vivía un gran dragón. La estrellita también trató de asustarle, pero no sabía que era un dragón comefantasmas, y cuando quiso darse cuenta, se encontraba entre las llamas de fuego que escupía por su boca el dragón.

Afortunadamente era una estrella muy caliente, así que pudo escapar del fuego y del dragón, pero acabó muerta de miedo y de tristeza por no estar con sus papás. Estuvo llorando un rato, pero luego se le ocurrió una idea para encontrar a sus papás: buscó una gran roca en una montaña altísima, y desde allí, mirando al cielo, se asomó y se escondió, se asomó y escondió, y así una y otra vez. Sus papás, que la andaban buscando preocupadísimos, vieron su luz intermitente brillar en la noche, y acudieron corriendo a señalarle el camino de vuelta.

Así la estrellita vivió muchas aventuras y aprendió muchas cosas, pero ya no se le volvío a ocurrir irse solita hasta que fuera mayor.

AUTOR: Pedro Pablo Sacristán

martes, 2 de noviembre de 2010

NACIMIENTO DE JESÚS

El nacimiento de Jesucristo fue así: Su madre, María, estaba comprometida para casarse con José, pero antes de unirse, se halló que estaba encinta por obra del Espíritu Santo. Como José, su esposo, era un hombre justo y no quería exponerla a vergüenza pública, pensó separarse de en secreto.

Pero después de considerarlo, se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir en, tu casa a María por esposa, porque lo concebido en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados."

Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta: 'La virgen quedará encinta y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emanuel" (que significa: "Dios con nosotros").

Cuando José se despertó, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado y llevó a María a su casa como esposa suya. Pero no tuvo relación conyugal con ella hasta que dio a luz un hijo.

En aquellos días decretó César* Augusto* que se hiciera un censo de todo el mundo romano. (Este fue el primer censo que se efectuó siendo Cirenio gobernador de Siria.) Iban todos a inscribirse, cada uno a su propio pueblo.

Así que también José subió del pueblo de Nazaret de Galilea a Judea, a Belén, el pueblo de David, por ser él de la casa y del linaje de David. Fue allá a inscribirse junto con María, que estaba comprometida para casarse con él y se encontraba encinta. Mientras estaban allí, llegó el tiempo de que naciera el niño, y ella dio a luz a su primer hijo. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en el mesón.*

Los pastores y los ángeles

Habla unos pastores que vivían en los campos cercanos y cuidaban sus rebaños durante la noche. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió con su resplandor; y estaban aterrados. Pero el ángel les dijo: “No tengan miedo. Les traigo una buena noticia de gran alegría que será para todo el pueblo. Les ha nacido hoy en el pueblo de David un Salvador, que es Cristo” el Señor. Esto les servirá de señal: Encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre."

De repente apareció con el ángel una gran multitud del ejército celestial, que alababan a Dios y decían: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace."

Cuando los ángeles los dejaron y se fueron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: Vamos a Belén a ver esto que ha sucedido, que el Honor nos ha dado a conocer."

Así que fueron de prisa y encontraron a María y a José, y al niño que estaba acostado en el pesebre. Cuando lo vieron, divulgaron la noticia do lo que se les habla dicho acerca de este niño, y todos los que la oyeron se asombraron de lo que los pastores les dijeron. Pero María guardaba todas estas cosas, meditándolas en el corazón. Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, que sucedieron tal como se les había dicho.

Presentación de Jesús en el templo

Al octavo día, cuando se cumplió el tiempo para circuncidarlo, lo llamaron Jesús, el nombre que le había puesto el ángel antes que fuera concebido.

Cuando se cumplió el tiempo de la purificación* de ellos según la ley de Moisés, José y María lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor (como está escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito* será consagrado al Señor”), y para ofrecer un sacrificio conforme a lo dicho en la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”.

Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y devoto. El esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba sobre él. El Espíritu Santo le había revelado que no moriría sin antes ver al Cristo del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue a los atrios del templo. Cuando los padres llevaron al niño Jesús para hacer con él lo que exigía la costumbre de la ley, Sime6n lo tomó en sus brazos y alabó a Dios diciendo: "Soberano Señor, como has prometido, ahora despides a tu siervo en paz. Porque han visto mis ojos tu salvación, que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para revelación a los no judíos y gloria de tu pueblo Israel.”

El padre y la madre del niño se quedaron maravillados de las cosas que se decían de él. Sime6n los bendijo y le dijo a María, la madre de Jesús: Este niño está destinado a causar la caída y el levantamiento de muchos en Israel, y a ser una señal contra la cual se hablará, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones. Y a ti misma una espada te atravesará el alma."

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era muy anciana; había vivido con su esposo siete años después de casarse, y luego permaneció viuda hasta la edad de ochenta y cuatro. Nunca salía del templo, sino que adoraba a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Acercándose a ellos en ese mismo momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Visita de los magos

Después que Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, llegaron a Jerusalén unos magos* procedentes del Oriente.

- ¿Dónde está el que ha nacido rey de los judíos? - preguntaron Vimos su estrella en el oriente y hemos venido a adorarlo.

Cuando lo oyó el rey Herodes, se alteró, y toda Jerusalén con él. Después de convocar a todos los jefes de los sacerdotes y maestros de la ley* del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Cristo.

- En Belén de Judea - le respondieron -, porque esto es lo que ha escrito el profeta: Pero tú, Belén, en la tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los gobernantes de Judá; porque de ti saldrá un gobernante que será el pastor de mi pueblo Israel.'

Herodes llamó en secreto a los magos y se enteró por ellos del tiempo exacto en que había aparecido la estrella. Los envió a Belén y les dijo:

- Vayan y busquen con diligencia al niño. Tan pronto como lo encuentren, avísenme, para que yo también vaya y lo adore.

Después de oír al rey, siguieron su camino, y la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos hasta que se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de alegría. Cuando llegaron a la casa, vieron al niño con María, su madre; y postrándose, lo adoraron. Abrieron sus cofres y le presentaron regalos de oro, de incienso y de mirra.* Advertidos en sueños que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

La huida a Egipto

Cuando ya se habían ido, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo:

- Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.

Así que se levantó, tomó al niño y a su madre durante la noche, y partió para Egipto, donde permaneció hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que el Señor había dicho por medio del profeta: "De Egipto llamé a mi hijo.”

Herodes manda matar a los niños

Cuando Herodes se dio cuenta de que los magos se habían burlado de él, se enfureció y mandó matar a todos los niños menores de dos años en Belén y en sus alrededores, de acuerdo con el tiempo que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: "Se oye una voz en Ramá, llanto y gran lamentación, Raquel que Hora por sus hijos y se niega a ser consolada, porque ya no existen."

El regreso a Nazaret

Muerto Herodes, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José en Egipto y le dijo:

- Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a la tierra de Israel porque que ya están muertos los que procuraban quitarle al niño la vida.

Así que se levantó, tomó al niño y a su madre, y se fue a la tierra de Israel. Pero al oír que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes tuvo miedo de ir allá. Habiendo sido advertido en sueños se retiró al distrito de Galilea, y fue a vivir en pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo dicho por medio de los profetas. “Será llamado Nazareno.” Y el niño crecía y se fortalecía; se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre él.

FUENTE: El Libro de Vida

miércoles, 27 de octubre de 2010

BATALLA DE ULIACHIN

Este evento histórico se desarrolló en las faldas del Cerro Uliachin – Cerro de Pasco – Pasco - Perú

El día 6 de diciembre de 1820, al amanecer, nuestra división se puso en marcha, preparado para el combate, resolución que hasta la misma naturaleza parecía prestarle su protección, pues la nevada fue disminuyendo en proporción que adelantaba el día, hasta que por fin se dispararon completamente los nublados y asomo el sol.

El general Arenales a mérito del reconocimiento que había practicado la tarde anterior, calculaba y con razón, que el enemigo se aprovecharía de la posición inexpugnable que ofrece la alta cuesta que el mineral tiene por la parte del sur: suponía, que no solo le disputase el engargantado pase de la cuesta, por su posición dominante, sino que abrazando con sus fuegos desde la altura a nuestros soldados, valiese quizá el triunfo.

La batalla fue tenaz y sangrienta, después de haber culminado el acto bélico con triunfo para nuestros soldados el trofeo que recogieron en ese día memorable.

Al día siguiente 7 de Diciembre se declaró la independencia de Pasco.

EL LADRÓN DE HUESOS

I. La bajada de los buitres.

Salimos temprano del pueblo porque la última vez que habíamos dado aquel paseo (un año atrás, aproximadamente) nos habíamos quedado con ganas de ver más paisaje, de explorar más terreno desconocido y de hacer nuevos descubrimientos. En aquella primera ocasión se nos había hecho tarde, no llevábamos nada para

comer y, cuando el hambre empezó a hacer estragos, decidimos volver sobre nuestros pasos a pesar de las prometedoras escenas de naturaleza que parecían abrirse ante nosotros.

Con este buen ánimo caminábamos ahora a través de una especie de sendero que, en sus primeros metros, era una calle más del municipio, la cual había ido quedando desprovista de casas por ambos flancos desde hacía un buen rato, transformándose poco después en una senda arenosa y fácilmente transitable. Dicha senda se desviaba a la izquierda en un determinado punto, iniciándose una empinada ascensión a las yermas colinas que eran el objetivo inicial de nuestra salida.

A pesar de lo pronto que era, una leve claridad apenas despuntando frente a nosotros tras la línea del horizonte, el día prometía ser mucho más caluroso de lo que lo había sido el de nuestra primera excursión a aquel lugar. Esa otra vez, el cierzo había hecho de la suyas y la temperatura apenas había superado los diez o doce grados aun con el sol trabajando a pleno rendimiento desde primeras horas, sin una sola nube en el cielo que dificultase su labor.

Respiramos profundamente el aire relativamente fresco del amanecer y volvimos la vista atrás mediada la ascensión a la primera de las lomas. El diminuto villorrio del que procedíamos aparentaba estar mucho más lejos de lo que había calculado a partir del tiempo transcurrido y el camino andado. Bajo nuestros pies, las casas apiñadas una encima de otra, la sobria iglesia del siglo XVI, los campos circundantes… todo ello parecía ya un recuerdo vago y confuso. Dimos media vuelta y proseguimos nuestro camino.

[…]

El amanecer es, sin duda, el mejor momento de un día de verano, al menos en mi tierra, pues la atmósfera carece aún de ese ambiente plomizo e irrespirable, tan propio de las horas de la tarde, que hace que sea tan difícil siquiera plantearse uno la posibilidad de salir a dar una vuelta. Mi novia, de nombre Olalla, y yo tratábamos de disfrutar por una vez de esas horas de gracia que la naturaleza nos concedía a diario y que desaprovechábamos habitualmente, dada la lógica pereza del periodo vacacional y las intempestivas horas de la madrugada a las que solíamos acostarnos.

Allí estábamos, disfrutando de la espléndida vista que se nos ofrecía una vez alcanzada la primera de las pequeñas cumbres, mas sin demorarnos mucho en ella, ya que ese ensimismamiento embobado fue el causante de que la excursión quedase inconclusa la primera vez.

–Ya volveremos mañana –recuerdo haber dicho conforme volvíamos a entrar en el pueblo, pasadas las tres de la tarde–. Y llegaremos hasta el final del camino.

No fue, sin embargo hasta diez meses después que no regresamos al pueblo y tuvimos ocasión de repetir el paseo.

–A ver si vemos hoy tantos buitres como el otro día –dijo Olalla. Irónicamente, por “el otro día” debía entenderse “el año pasado”.

–Hombre, si siguen echando allí a los animales muertos, y no creo que en el pueblo hayan cambiado de costumbre, seguro que los vemos rondar– respondí.

Y es que, subiendo por un camino mucho más estrecho y descuidado que aún quedaba a varios metros de nosotros, habíamos hecho un macabro descubrimiento en nuestra otra expedición. Vimos primero algo que nos pareció una piedra blanca y brillante que vista de cerca parecía más el hueso de un animal que cualquier otra cosa. Cualquier duda sobre la naturaleza del objeto quedó despejada minutos después cuando vimos, esparcidos a lo largo de una de las pendientes de bajada, los restos de innumerables animales de granja: esqueletos más o menos limpios, calaveras, huesos partidos en pedazos… incluso un par de animales cuya forma era aún perfectamente discernible gracias la capa de piel que todavía permanecía intacta sobre la osamenta de las reses.

Los buitres que volaban un poco más allá eran los responsables de tan ecológico medio de eliminar los despojos. Ecológico, digo, pero siniestro según me pareció al pensar en esos restos esparcidos a la buena de Dios, y las aves carroñeras alimentándose vorazmente de ellos… Fantaseé con la posibilidad de que aún quedara un mínimo resquicio de vida en alguno de aquellos desdichados animales y recuerdo haber pensado que no cabe muerte más horrible que aquella en la que uno es devorado en vida sin poder hacer nada para defenderse; picos y garras afilados e inclementes que devoran las partes blandas de su víctima como primer plato, ojos, lengua y testículos; el sonido de las plumas y los graznidos del verdugo, los propios aullidos de dolor y pánico con los que las últimas fuerzas del animal devorado son desperdiciadas… Todo un cuadro, en fin, muy acorde con aquellos parajes desolados.

Tomamos el camino estrecho en cuanto llegamos a él y allí la cuesta se pronunciaba de tal manera que las primeras gotas de sudor empezaron ya a recorrer mi piel.

–¿Te cansas? –preguntó Olalla.

–No, vamos a seguir– me apresuré a contestar. Nunca me ha gustado que mi capacidad física sea puesta en entredicho, así que el tono de mi respuesta sonó un poco más rudo de lo que es normal en mí. Olalla no pareció darse cuenta y siguió caminando.

Estaba muy guapa aquel día. Cubría su cabeza con una gorra visera negra, de la que sobresalía su pelo, teñido de rojo y curiosamente recogido en numerosas trencillas. Sobre su cuerpo, una camiseta morada de tirantes y unos pantalones finos, de estilo militar, caían de tal modo sobre su cintura que dejaban ver, a cada paso, parte de sus caderas, de su vientre y de su espalda. Recuerdo haber sido inconsciente a ratos del paisaje que se abría ante nosotros porque era incapaz de apartar la vista de esa pequeña ventana abierta al interior de su cuerpo.

Una mosca (del tamaño de un helicóptero a juzgar por lo grave de su zumbido) pasó junto a mi oído derecho haciéndome levantar la vista y contemplar el panorama. Habíamos llegado ya al punto más alto de nuestro camino y el campo se abría en ondulante descenso a partir de allí. A unos veinticinco metros del lugar en que estábamos, una tosca señal de madera, junto a la que habíamos encontrado el primer hueso la otra vez, permanecía allí clavada: cualquier función indicadora que hubiese podido ejercer en el pasado fue olvidada años atrás, y las últimas huellas de la pintura del letrero habían sido borradas por el viento, las aguas y el tiempo inclemente que destruye cuanto encuentra a su paso.

–La cuesta esa que estaba llena de esqueletos de animales quedaba por allá abajo, ¿no?

–Me parece que sí. ¿Nos acercamos? –propuse– Podemos hacer alguna foto desde allí, las vistas eran impresionantes.

Me extrañó no ver ningún residuo óseo cerca de la vieja señal, pero no le di mayor importancia al asunto. Caminamos cuesta abajo primero para volver a ascender después. El sol, radiante y ajeno a nosotros, seguía subiendo y ya calentaba con relativo exceso nuestras espaldas. Frente a él, el gran monte M… vigilaba, silencioso, nuestros movimientos. Olalla se me adelantó un poco y miró hacia el terraplén.

–Pues me parece que no debía ser aquí, ¿eh? –dijo.

–¿Por?

–Ven.

La ligera sensación de extrañeza que me venía acompañando desde hacía unos minutos, al comprobar que nuestro camino no estaba salpicado de numerosas costillas, vértebras y calaveras perfectamente limpias y blanqueadas, como en octubre del año pasado, esa sensación, digo, se vio colmada de sorpresa y aun de alarma al comprobar que la que habíamos bautizado como “la bajada de los buitres” estaba completamente vacía. Allí no había ni un solo hueso, y mucho menos el cuerpo entero de animal alguno.

–¡Hostia! –fue lo único que acerté a decir.

¿Quién podía haber hecho tal cosa? ¿La propia naturaleza? Supuse que sí, ya que tengo entendido que el proceso de desaparición de un cadáver dejado a su suerte a campo abierto es extremadamente rápido, pero… ¿Por qué no habían vuelto los ganaderos del pueblo a utilizar aquel lugar como improvisado cementerio de animales? Además, yo recordaba centenares, creo que miles de huesos tapizando el suelo de la colina, y ahora no quedaba… ¡nada! Me pareció que la capacidad de regeneración de la naturaleza era excesiva, maravillosa.

–Pues yo creo que es el mismo sitio –dije, titubeando–, fíjate en la “V” que describen esas dos colinas y que dijimos que harían tan buen encuadre para cuando hiciéramos una foto–. No me cabía duda de que el lugar era el mismo, estaba perplejo.

–¿Entonces?

Expliqué mis escasas teorías regenerativas sin mucha fe y debo decir que tampoco a Olalla parecieron convencerle en absoluto. Pero ¿qué otra respuesta podíamos encontrar a tan inesperado misterio? Quizá la policía medioambiental –¿existe eso?– o los propios vecinos habían limpiado el lugar.

–Eso no tiene sentido, antes sanearían el vertedero ilegal de T… –comentó Olalla.

–Sí claro, pero a mí no se me ocurre otra…

–¡Anda, mira!

–…cosa.

Olalla anduvo unos pocos pasos hacia la pendiente y cogió una pluma de buitre. Usóla a modo de puntero para señalarme otras muchas que aún quedaban en el suelo.

–Lo que está claro es que los buitres han pasado hace poco por aquí, esta pluma no parece llevar mucho tiempo, ni aquella, ni esa otra… –dijo.

Me encogí de hombros.

–¿Ves tú alguno? –pregunté.

Negó con la cabeza. Cambió las gafas de ver por las de sol, que llevaba en un pequeño bolso de punto, junto a alguna que otra provisión y crema solar. Ligeramente decepcionados y bastante extrañados, volvimos a la vieja señal y seguimos nuestro camino.

II. Más lugares conocidos

Empezaba a sentirme incómodo, ya que llevaba demasiada ropa. El sol siempre ha sido, y continúa siendo, uno de mis más feroces enemigos, causante de numerosos enrojecimientos y aun quemaduras sobre la piel de mi rostro y espalda, por breve que haya sido mi exposición a sus implacables rayos. Vestía, pues, una camiseta de manga corta, un pantalón corto hasta media pantorrilla y lo peor de todo: una gorra de béisbol que, si bien me protegía la cara, me daba un calor atroz, inaguantable. Estaba deseando que accediéramos a algún tramo de sombra para poder quitármela un rato.

Debían ser las diez y media de la mañana cuando pusimos nuestros pies sobre una pequeña vereda que hacia las veces de entrada a un bosquecillo, el cual habíamos empezado a divisar desde hacía un buen rato, cuando abandonamos el antiguo cementerio de animales. Nada más entrar suspiré aliviado, al tiempo que me deshacía, temporalmente, de la visera.

–¡Joder, qué calor!

Olalla me miró, pero no dijo nada. Se despojó de su camiseta, bajo la cual llevaba un bikini negro, y miró en derredor suyo. Repentinamente, detuvo sus pasos e hizo un comentario que me sorprendió.

–Oye, aquí ya habíamos estado antes, ¿no?

–¿Eh? No, la otra vez no pasamos de las lomas.

–No, no digo que esa vez llegáramos hasta aquí. Pero en este lugar yo ya he estado, seguro.

Ya iba a contradecirle cuando, fijándome un poco más en todo cuanto me rodeaba, sentí también cierta sensación de familiaridad que me turbó ligeramente; la disposición de los árboles y las piedras, el peculiar serpenteo del camino que nos disponíamos a seguir, las pequeñas subidas y bajadas que formaba el terreno a ambos lados…

–Este camino es exactamente igual que el que hay al lado de casa, subiendo por la casa de Letosa.

Dije aquello casi sin pensar, pero, conforme lo hacía, me di cuenta de que estaba en lo cierto y había dado palabras a mis sensaciones. Pero ese camino al que me refería distaba mucho de aquel punto. A unos seis kilómetros si nos dirigíamos a él por el pueblo, y puede que tres o cuatro si fuésemos a campo traviesa.

–… pero no puede ser el mismo. Vamos a seguir.

Continuamos nuestro paseo fijándonos más que nunca en todo lo que nos rodeaba. Era aquél un camino excavado en la bajada de una de las laderas. Estábamos rodeados de bosque, por lo que no podíamos terminar de orientarnos como solíamos hacer, mediante nuestra situación respecto a la gran montaña. Los árboles eran tan altos que apenas si nos dejaban ver un poco de cielo sobre nuestras cabezas. Esa era, quizá, la única diferencia con respecto al otro camino, al que tanto se parecía.

Paseábamos en silencio, atentos al menor ruido que pudiera producirse a nuestro alrededor. Numerosos insectos revoloteaban en torno a nosotros, irritándonos profundamente, sobre todo a mí.

–Oye, ¿ tú sabes dónde estamos? Yo creo que me estoy perdiendo.

–¡Joder! –aplasté un moscardón contra mi brazo– ¿Qué dices? Sí, sí, y si no sabemos volver desde aquí, siempre podemos dar media vuelta, no hemos tomado ningún camino secundario. No hay problema.

Conforme decía esto empecé a distinguir, a unos veinte metros de nosotros, la entrada hacia un pasillo más pequeño que se abría la derecha del bosque.

–¿Y si vamos por aquí? –preguntó Olalla, entre temerosa y expectante.

–Yo no soy partidario de meternos por senderos de éstos, a saber dónde acabamos.

Sin dignarse a contestarme, Olalla penetró por la senda transversal tal y como lo haría un explorador por la selva amazónica; sopesando cada centímetro avanzado, mirando en torno a ella como si una gran fiera silvestre pudiese avalanzarse sobre su cuerpo en cualquier momento. Poco a poco se fue alejando. Yo seguía quieto en el lugar donde ella me dejara.

– Por allá se ve el pueblo –gritó, mientras señalaba hacia un punto que yo no podía ver.

–Está bien, vamos por aquí –murmuré en tono cansino.

Una hora después nos habíamos perdido completamente. Bueno, eso pensaba yo, porque Olalla parecía muy convencida de saber hacia dónde nos dirigíamos. Caminaba, sin embargo, con cierta prisa, que yo interpreté como ganas de llegar pronto a casa y demostrarme que no había errado al elegir esa ruta de regreso. Lo cierto es que los árboles habían continuado siendo una barrera entre nosotros y cualquier punto de referencia, el pueblo sólo se había dejado ver en el momento en que mi novia lo señalara. Hacía mucho calor, pero la zona por la que íbamos era sombría y relativamente agradable, al menos en lo que a temperatura se refiere.

De pronto, y sin previo aviso, Olalla comenzó a gesticular, nerviosa. Detuvo sus pasos y por su rostro pasaron una extraña sonrisa y un gesto de profundo desconcierto con el que parecía querer decir: “¿Es posible que esto me esté pasando realmente a mí?”. Por fin, tras un intento fallido, en el que dio la impresión de atragantarse con sus propias palabras, dijo:

–Cariño, por favor… ¡vámonos de aquí! Este lugar… –se echó a llorar y me abrazó. Era la primera vez que la veía así y no podía dar crédito a lo que tenía ante mis ojos.

–¡Olalla…! ¡No pasa nada, tranquila! Si ahora volvemos sobre nuestros pasos, estaremos en casa antes de las tres, seguro –mentira piadosa, pues eran ya las dos y cuarto…

Levantó la cabeza y me dirigió una mirada extraviada y anhelante; una mirada de puro terror. Sentí un estremecimiento.

–Pero, ¿de verdad no lo notas?

–Notar… ¿el qué?

Se oyó un ruido lejano y confuso, y aquel mediodía de verano tornóse oscuro como la madrugada, aun con el sol todavía brillando y la temperatura subiendo sin freno. Los grandes chopos, pinos y abetos que nos rodeaban parecieron cerrarse sobre nosotros de forma amenazadora. No sé cuando me quité las gafas de sol, pero Olalla lo había hecho hacía ya un rato. Intercambiamos una mirada que debió ser muy significativa, porque tras ella estrechamos aún más nuestro abrazo mientras mirábamos a nuestro alrededor. El ruido se había oído tras de nosotros. Aguardamos en silencio. Pensé que aún no había podido ver ni un solo buitre en todo el día y que en aquel camino no se oía el canto de los pájaros. El ruido misterioso volvió a escucharse, mucho más cerca. Tras el sobresalto que nos produjo, la mirada se repitió y, sin decir una palabra, echamos a correr hacia delante, como alma que lleva el diablo.

No habríamos recorrido ni un kilómetro cuando decidimos aflojar el ritmo. Quien quiera que fuese nuestro enemigo había quedado atrás, por el momento.

–¿Por qué… se supone… que hemos… corrido? –dije, entre jadeos.

Olalla no respondió y sacó la cantimplora que portaba en su bolso. Me la dio y pude comprobar que estaba casi vacía. Aún sollozaba, pero me cogió de la mano, instándome a seguir adelante. El día no había perdido en absoluto el extraño tinte amenazador que cobrase minutos atrás, pero yo no era capaz de identificar la causa de que estuviésemos en peligro.

Ignorando mis problemas con el astro rey, me quité la camiseta, ya que el esfuerzo de la carrera había sido excesivo y necesitaba recobrar el resuello rápidamente (eso me temía, al menos). Olalla me miró con gesto desaprobatorio, pero no dijo nada.

–Hay suficiente sombra, no me quemaré –me anticipé a decir.

–No te he dicho nada, vamos.

Tiraba de mí, mirando continuamente sobre su hombro. Mi percepción del asunto debía ser más pobre que la suya; por lo que pude ver, ella era capaz de detectar la siniestra atmósfera que se había formado a nuestro alrededor, pero en un grado aparentemente más sutil de lo que lo hacía yo. Despojada ya de su gorra, su rostro no había perdido un ápice de la tensión que en él pudiera verse minutos antes. Temblaba y se sobresaltaba a la mínima mientras en el bosque empezaba a reinar un silencio sobrecogedor.

Entonces, a la vuelta de una curva más cerrada que las demás, vimos la casa.

Ya he comentado el hecho de que el primer tramo del bosque en que nos encontrábamos nos había recordado enormemente a otro que había cerca de nuestra casa en el pueblo. Sin embargo, el desvío que tomamos después no presentaba similitud alguna con ningún lugar que ya conociéramos.

Pues bien tras una curva y al final del tramo recto que la seguía, había una casa rústica de un piso, construida en piedra. A su derecha podía verse un pozo también de piedra bastante grande, aunque seco y caído en desuso. ¿Qué tenía de extraño? ¿Por qué sentí que se me hacía un nudo en la garganta ante algo tan inocuo? Veréis, esa casa, ese pozo y todo cuanto rodeaba a ambos tenían una réplica exacta justo al final del camino conocido. Se trataba de un refugio para excursionistas que habíamos visitado en diversas ocasiones y en el que incluso habíamos celebrado con los amigos, tiempo atrás, alguna fiestecilla de características inconfesables.

Pero ese refugio quedaba muy lejos y, si bien es cierto que estábamos desorientados, no es menos cierto que aquella casa no podía estar allí de ninguna de las maneras. Era imposible, pues las direcciones para seguir en la búsqueda de una y otra construcción eran opuestas. Me sentí como cuando, en sueños, el subconsciente (esa puerta abierta hacia otras formas de percepción) entremezcla distintos lugares y situaciones de manera inconcebible, pero convincente en el momento en que se sueña.

Nos quedamos clavados en el suelo polvoriento por espacio de unos segundos. Después nos acercamos, temerosos.

–¿Vamos a entrar? –preguntó Olalla.

–No creo que haya otro remedio, ¿no? –dije, mientras me aproximaba a la puerta. Olalla no se separaba de mí, de modo que caminábamos juntos. Como he dicho, me parecía estar soñando en aquel momento y es habitual que en muchas experiencias oníricas actuemos de manera absurda. Pero ahora lo hacíamos de manera estúpida y éramos conscientes de que, como en las pelícuas de terror, nos estábamos ganando un hachazo. A pulso. Tampoco nos quedaba otra salida, no obstante, ya que tras el edificio, el bosque se cerraba en todas direcciones salvo en aquélla de la que procedíamos tanto nosotros como quienquiera que nos estuviera persiguiendo. Penetrar en la foresta suponía un gran riesgo, o al menos así lo percibíamos, sobre todo Olalla, de modo que nos aproximamos aún más mientras exponíamos estas reflexiones en voz alta.

El muro de la fachada tenía dos entradas, una de las cuales carecía de puerta y daba al refugio propiamente dicho. Éste consistía en una estancia de tamaño regular, con una bancada extendiéndose a lo largo de todo su perímetro y una chimenea en el fondo. Era allí donde habíamos estado las otras veces y nunca habíamos franqueado la segunda entrada, cerrada con llave, que daba acceso a los pisos superiores.

El contraste entre la luz del exterior y la penumbra que predominaba en la estancia de la planta baja era tal que tardamos unos segundos en distinguir los detalles. Hacía frío ahí dentro, demasiado quizá, aun tratándose de un edificio de piedra.

No dijimos nada, Olalla había reconocido el sitio tan bien como yo, pero no hizo comentario alguno al respecto. Me cogió de la mano. Estaba helada.

–Se oyen voces, fuera –susurró, alarmada.

–Y pasos –musité.

–No son humanos, y vienen hacia aquí.

No sabría describir las sensaciones que se iban apoderando de mí conforme aumentaba la proximidad de aquellos sonidos. Me daba la impresión de que el cerebro aumentaba su tamaño como queriendo salir de la cavidad craneal, mis músculos se tensaron hasta el dolor y mi estómago daba vueltas sin parar, provocándome náuseas y mareos.

Los pasos se acercaban y las voces se iban haciendo más nítidas, aunque nada de lo que decían podía entenderse. Propuse algo, no recuerdo el qué, pero Olalla no parecía estar escuchándome, sólo tenía sentidos para la sombra que nos acechaba por momentos.

–No deberíamos estar aquí, ¿verdad? –preguntó, tras haber ignorado mi idea.

–Nada de lo que nos está ocurriendo tiene lógica alguna, Olalla. Pero lo único que importa ahora es que tenemos que escondernos, donde sea, ¡ya!

No parecía capaz de reaccionar, estaba quieta, mirando el suelo y moviéndose como podría hacerlo un autista. La agarré sin dudarlo de la muñeca, arrastrándola hacia el exterior. La puerta estaba cerrada con llave, tal y como esperaba. Sin pensármelo dos veces, empujé a Olalla hacia el lado derecho del bosque. Cayó y pude comprobar que no era visible desde el camino. Salté a través del muro vegetal y me di de bruces con el suelo, junto a ella. Lo hice justo a tiempo para taparle la boca.

III. El hombre de la gabardina sucia.

A través de los setos que bordeaban el camino pudimos ver un hombre doblando la curva. A pesar del fuerte calor reinante, vestía un abrigo largo y oscuro y llevaba un sombrero de ala ancha que ocultaba por completo sus facciones. Andaba muy encorvado, ya que sobre su espalda portaba un enorme saco de tela gris. Dicho saco era, como digo, descomunal, más grande incluso que el propio sujeto que lo transportaba. Además parecía muy pesado y pensé que poca gente sería capaz de arrastrar semejante bulto siquiera unos pocos metros, mucho menos cargarlo como aquel individuo estaba haciéndolo.

Contrariamente a lo que había llegado a parecerme minutos atrás, el tipo iba solo. Hablaba en voz alta y lo hacía en un idioma extraño que en nada me recordaba a ninguno que pudiera haber escuchado con anterioridad; tanto es así que la impresión que daba era justamente la que habíamos tenido nosotros antes, es decir, que dos o más personas estaban hablando al mismo tiempo.

Me volví hacia Olalla. De su rostro sólo podía ver los ojos, que estaban muy abiertos e inundados de lágrimas. Seguía temblando y no dejaba de mirar al extraño personaje mientras este accedía al interior de la casa a través de la puerta de madera ignorando del todo nuestra presencia allí. Se perdió en el interior y noté cierta sensación de alivio, ya que hedía a varios metros de distancia. Pedí calma a mi novia y le destapé la boca. Ya iba a hablar, cuando oímos un estruendo espantoso a nuestras espaldas, proveniente de la casa. Nos volvimos rápidamente, justo para ver salir al embozado, menos encorvado y con el saco vacío sobre su hombro. Su olor agrio, penetrante y desagradable volvió a azotarnos con renovada intensidad. Se alejó por el camino y dejamos de oír sus pasos (que sonaban de un modo extraño y desacompasado) y sus voces.

Salimos de nuestro escondite un buen rato después, puede que una hora, quizá algo más, lo cierto es que no me fijé.

–Antes de que me lo preguntes, no, no sé quién era –se anticipó Olalla.

–¿Cómo vamos a volver a casa? –prosiguió. –Yo no pienso ir por ese camino otra vez, no quiero cruzarme a ese hombre, si es que es un hombre; era él quién me ha estado poniendo tan nerviosa todo el tiempo, su proximidad… podía sentirla… ¡olerla! Ha sido horrible.

–Pero ahora está lejos, ¿no? –pregunté, asustado y consciente de mi menor sensiblidad en ese aspecto.

–No lo sé. Estoy mareada, tengo demasiado calor.

Empezó a tambalearse.

–Deberíamos entrar en el refugio un rato, ahí nos recuperaremos –mientras decía esto, así Olalla por el hombro y la empujé hacia la casa. Entrando al refugio, vi que la puerta de madera estaba abierta.

Volví a salir, dejando a mi novia sentada en el refrescante interior de la casa. Me asomé por la otra puerta y espié. Unas escaleras, cómo no, de piedra, subían formando una espiral.

–¿Estás pensando en subir? –dijo una voz tras de mí, sobresaltándome.

–Me muero por saber qué llevaba en ese saco enorme, Olalla –contesté. –Voy a ver, tú quédate aquí, no estás bien.

–Y tú tampoco y no pienso quedarme sola. O voy contigo o no subes.

Fue conmigo. Contamos cada escalón, un total de veinte, hasta que llegamos al primer piso. Había una puerta de acceso sin cerradura. Estaba formada por tablas mal unidas, así que la luz que se filtraba por entre ellas nos servía de iluminación. Decenas de telarañas adornaban las paredes y el techo, por entre los escalones asomaban, tímidos, pequeños jirones de hierba. La puerta chirriaba al abrirse, cosa que hizo con dificultad. Entramos.

El suelo de la habitación estaba repleto de huesos. Los había de todos los tipos: vértebras, costillas, cráneos, huesos largos, huesos cortos, huesos planos… Recordé, estupefacto, lo que habíamos visto, o mejor dicho, lo que no habíamos visto, allá lejos, en la bajada de los buitres.

–Ese hombre… se ha llevado todos estos huesos y los ha traído aquí…

Junto a la ventana había una especie de montículo de calaveras que pensé, correspondía con lo que acababa de descargar del saco gris. No estoy muy al tanto del peso de ese material pero… ¿cómo demonios había podido transportarlo?

–Adrián –dijo Olalla. Aquí hay huesos humanos… mira.

No me hizo falta dirigir la vista hacia donde ella me decía porque toda la estancia estaba salpicada de piezas de esqueleto humano, burdamente entremezcladas con aquellas de vacas, ovejas o corderos que habíamos echado en falta junto a las lomas. Creí recordar algo que había visto por televisión o leído días antes, pero lo olvidé en seguida. Olalla me había cogido del antebrazo y miraba hacia la entrada del piso con expresión aterrada.

–¡Está volviendo! ¡Vámonos de aquí, aunque sea por el bosque, pero vámonos!

Empecé a escuchar sus voces de nuevo y creí enloquecer. Saltamos al exterior y echamos a correr por el bosque, como buenamente pudimos. Llegamos a un claro y volví la vista atrás. La casa quedaba por encima de nosotros y todo a su alrededor era perfectamente visible. El individuo del abrigo largo había vuelto y llevaba un pequeño objeto blanco sobre su mano derecha. Era el cráneo de un niño. Caminaba alegremente y se detuvo al darse cuenta de que le estábamos observando (Olalla se había parado también y, aunque tiraba de mí, no pudo evitar la tentación y oteó hacia el mismo lugar que yo). A pesar de los muchos metros que nos separaban, la intensidad de mirada me hizo gritar. Sus ojos eran blancos. Aun a esa distancia, pude distinguir su sonrisa diabólica.

Olalla tiró de mí con más fuerza y seguimos corriendo. Una hora después salimos del bosque y nos dimos de bruces con un célebre monasterio situado cerca de nuestro pueblo, lo cual no tenía ningún sentido, de acuerdo con la dirección que creíamos haber seguido. Mirando a nuestro alrededor vimos gente; guardias civiles, turistas, gente del lugar… Tuve una sensación parecida al despertar de un sueño profundo y Olalla también la tuvo, según me comentó día después. No quisimos hablar con nadie y volvimos a casa por nuestros medios.

No hemos querido hacer averiguaciones. No nos interesa nada que pueda relacionarse con esos bosques o sus alrededores. Sólo volvimos al pueblo para recoger nuestras cosas y marcharnos. Vendimos nuestra casa de allí y no hemos vuelto.

sábado, 23 de octubre de 2010

SEÑOR DE LOS MILAGROS

La historia del señor de los Milagros se remonta desde mediados del siglo XVII, en aquella época los colonizadores españoles establecían a indios y negros angolas en un barrio que se encontraba junto al antiguo templo preinca Pachacamac, conocido como Pachacamilla donde los esclavos negros se organizaban por cofradias.
Cuenta la tradición que un esclavo que pertenecía a la cofradía de pachacamilla pinto la imagen del cristo crucificado, dicha imagen fue plasmado en un una pared tosca.
El 13 de noviembre de 1655 un gran terremoto azoto Lima dejando totalmente destruido el barrio de San Sebastian en Pachacamac, con excepcion del muro donde habia sido plasmado la imagen del Cristo Crucificado. Las personas se quedaron admirados por este hecho y lo tomaron como un milagro y numerosos devotos empezaron a acudir al lugar para venerar y dar testimonio del milagro.
La gente se organizaba y se reunía cada viernes por la noche para venerar a la imagen donde le llevaban flores, sahumerios para perfumar el lugar y oraban acompañándose de instrumentos musicales. En muchas ocasiones se dieron rituales y actos distintos a los religiosos por lo que las autoridades civiles y religiosas vieron con malos ojos estos sucesos, por lo que ordenaron borrar la imagen y se prohibieron ese tipo de reuniones. Se constituyo un comité especial para borrar la imagen, dicho comité fue escoltado por soldados y se dirigió al muro donde estaba la imagen, pero la misión falló, ya que en los diversos intentos de eliminarlo se vieron hechos divinos y los integrantes del comité caían enfermos, huían o algunos simplemente se quedaban sorprendidos por lo que observaban al intentar suprimir la imagen del cristo crucificado, aun así las autoridades insistían en borrar la imagen pero la gente manifestó su disgusto ante lo cual las autoridades revocaron la orden y autorizaron su veneración realizándose así la primera misa el 14 de Setiembre de 1671.

El Segundo Terremoto

En 1687 alrededor de las 4:45 am se produjo un terremoto que arrasó Lima y callao, La ermita que se había edificado para la imagen se destruyó inevitablemente, pero a pesar de ello la pared donde se encontraba la pintura del cristo crucificado se mantuvo intacto y quedo en pie, este milagro acrecentó mas la fe popular por lo que se ordenó la confección de una copia al óleo y se saco a pasear en anda por las calles de Pachacamilla. Los limeños reconocieron en el Señor de los Milagros a su mejor protector, fue entonces que el Cabildo lo nombró Patrono de Lima, fundándose así la hermandad del Señor de los Milagros. Pasado los años se edificó un convento y una iglesia, donde se guarda la venerada imagen del SEÑOR DE LOS MILAGROS.
viernes, 22 de octubre de 2010

EL MURCIELAGO

Cuenta la leyenda que el murciélago una vez fue el ave más bella de la Creación.

El murciélago al principio era tal y como lo conocemos hoy y se llamaba biguidibela (biguidi = mariposa y bela = carne; el nombre venía a significar algo así como mariposa desnuda).

Un día frío subió al cielo y le pidió plumas al creador, como había visto en otros animales que volaban. Pero el creador no tenía plumas, así que le recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una pluma a cada ave. Y así lo hizo el murciélago, eso sí, recurriendo solamente a las aves con plumas más vistosas y de más colores.

Cuando acabó su recorrido, el murciélago se había hecho con un gran número de plumas que envolvían su cuerpo.

Consciente de su belleza, volaba y volaba mostrándola orgulloso a todos los pájaros, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora emplumadas, aleteando feliz y con cierto aire de prepotencia. Una vez, como un eco de su vuelo, creó el arco iris. Era todo belleza.

Pero era tanto su orgullo que la soberbia lo transformó en un ser cada vez más ofensivo para con las aves.

Con su continuo pavoneo, hacía sentirse chiquitos a cuantos estaban a su lado, sin importar las cualidades que ellos tuvieran. Hasta al colibrí le reprochaba no llegar a ser dueño de una décima parte de su belleza.

Cuando el Creador vio que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus nuevas plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al cielo, donde también se pavoneó y aleteó feliz. Aleteó y aleteó mientras sus plumas se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al principio.

Durante todo el día llovieron plumas del cielo, y desde entonces nuestro murciélago ha permanecido desnudo, retirándose a vivir en cuevas y olvidando su sentido de la vista para no tener que recordar todos los colores que una vez tuvo y perdió.
miércoles, 20 de octubre de 2010

EL CONEJITO INGENIOSO


Periquín tenía su linda casita junto al camino. Periquín era un conejito de blanco peluche, a quien le gustaba salir a tomar el sol junto al pozo que había muy cerca de su casita. Solía sentarse sobre el brocal del pozo y allí estiraba las orejitas, lleno de satisfacción. Qué bien se vivía en aquel rinconcito, donde nadie venía a perturbar la paz que disfrutaba Periquín!. Pero un día apareció el Lobo ladrón, que venía derecho al pozo. Nuestro conejito se puso a temblar. Luego, se le ocurrió echar a correr y encerrarse en la casita antes de que llegara el enemigo: pero no tenía tiempo! Era necesario inventar algún ardid para engañar al ladrón, pues, de lo contrario, lo pasaría mal. Periquín sabía que el Lobo, si no encontraba dinero que quitar a sus víctimas, castigaba a éstas dándoles una gran paliza.

Ya para entonces llegaba a su lado el Lobo ladrón y le apuntaba con su espantable rabuco, ordenándole:

- Ponga las manos arriba señor conejo, y suelte ahora mismo la bolsa, si no quiere que le sople en las costillas con un bastón de nudos. - Ay, qué disgusto tengo, querido Lobo! -se lamentó Periquín, haciendo como que no había oído las amenazas del ladrón- Ay, mi jarrón de plata...! - De plata...? Qué dices? -dijo el Lobo.

- Sí amigo Lobo, de plata. Un jarrón de plata maciza, que lo menos que vale es un dineral. Me lo dejó en herencia mi abuela, y ya ves! Con mi jarrón era rico; pero ahora soy más pobre que las ratas. Se me ha caído al pozo y no puedo recuperarlo! Ay, infeliz de mí! -

suspiraba el conejillo.

Estás seguro de que es de plata? De plata maciza? -preguntó, lleno de codicia, el ladrón - Como que pesaba veinte kilos! afirmó Periquín-.

Veinte kilos de plata que están en el fondo del pozo y del que ya no lo podré sacar. - Pues mi querido amigo-exclamó alegremente el Lobo, que había tomado ya una decisión-, ese hermoso jarrón de plata va a ser para mí.

El Lobo, además de ser ladrón, era muy tonto y empezó a despojarse sus vestidos para estar más libre de movimientos. La ropa, los zapatos, el terrible trabuco, todo quedó depositado sobre el brocal del pozo. - Voy a buscar el jarrón- le dijo al conejito. Y metiéndose muy decidido en el cubo que, atado con una cuerda, servía para sacar agua del pozo, se dejó caer por el agujero.

Poco después llegaba hasta el agua, y una voz

subió hasta Periquín:

- Conejito, ya he llegado! Vamos a ver dónde está ese tesoro. Te acuerdas hacia qué lado se ha caído? - Mira por la derecha - respondió Periquín, conteniendo la risa. - Ya estoy mirando pero no veo nada por aquí ... - Mira entonces por la izquierda - dijo el conejo, asomando por la boca del pozo y riendo a más y mejor. Miro y remiro, pero no le encuentro... De que te ríes? -preguntó amoscado el Lobo. - Me río de ti, ladrón tonto, y de lo difícil que te va a ser salir de ahí. Éste será el castigo de tu codicia y maldad, ya que has de saber que no hay ningún jarrón de plata, ni siquiera de hojalata. Querías robarme; pero el robado vas a ser tú, porque me llevo tu ropa y el trabuco con el que atemorizabas a todos. Viniste por lana, pero has resultado trasquilado. Y, de esta suerte, el conejito ingenioso dejó castigado al Lobo ladrón, por su codicia y maldad.