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viernes, 1 de junio de 2012

LA LEYENDA DE LOS DELFINES


Dicen que hace mucho tiempo, toda­vía en la época de los an­tepasados, aparecieron unos extranjeros en la costa de Tierra del Fuego. ¡Vaya uno a saber de dónde venían! Viajaban en un barco muy grande; nunca nadie había visto algo como eso.
Pronto demostraron que eran gente mala, porque hicieron prisioneros a los Ksamink, una familia de onas. Los Ksamink eran un matrimonio mayor, sus dos hijos varones y una hija con su marido, llamado Kimanta. Los forasteros los metieron a todos en su barco y se fueron por el mar.
Pasaron el día, y esa noche los extranjeros llegaron a una islita y ahí ataron el barco para dormir tranqui­los. Pero apenas ellos se quedaron dormidos, los Ksa­mink miraron dónde estaban. Ayudados por la luz de la Luna, se bajaron muy despacio del barco, lo desataron y lo empujaron para que se alejara de la orilla. En seguida, el viento se lo llevó lejos, hasta perderle de vista.
-¿Y ahora, qué hacemos? dijeron. En la isla no ha­bia nada: era toda de rocas peladas.
-Nademos hasta nuestra tierra dijo el padre-. No hay más remedio. -Y se tiró al mar, muy decidido. La mujer y los hijos lo siguieron. Pero cuando se dieron vuelta, vieron que Kimanta estaba parado en el borde de las rocas.
-¿Y? -le preguntaron-. ¿Qué hacés? Tiráte y empecemos a nadar antes de que los extranjeros vuelvan a buscarnos.
-No, yo no me tiro dijo Kimanta.
-Pero, ¿por qué?
-Porque no sé nadar
-les contesto. Vayan ustedes.
-¡No te dejaremos ahí!
-le gritó desde el agua
-¡Anímate! -le dijeron los cuñados.
Entonces los cuñados se subieron para convencerlo.
-Nosotros te vamos a ayudar a nadar -le decían.
-Me voy a ahogar les contestaba.
-¡Pero si te vamos a sostener entre todos! -le expli­caban los cuñados-. Vamos, zambullámonos ya. Mira que, sin vos, no nos vamos.
-Mmm... Bueno... ~dijo.
Entonces, lo sujetaron uno de cada brazo y los tres corrieron hacia el agua. Pero al llegar al borde de las rocas, Kimanta se paró en seco y se echó para atrás.
-No, no puedo.
-¡Pero sí! -le insistieron.
Volvieron a hacer la carrerita hasta el mar, y de nuevo Kimanta se frenó. Entonces, uno de los cuñados le pegó un buen empujón y lo tiró al agua.
Kimanta cayó y la verdad es que se hundió como una piedra. Pero los pa­rientes se zambulleron, lo encontra­ron y lo subieron a la superficie.
Y así se alejaron de la isla, soste­niendo entre todos al pobre Kímanta, que iba asustadísimo pero hacía lo posible por colaborar, pataleando y dando unas brazadas desprolijas.
Cada tanto, le daban pena los es­fuerzos de su familia y les decía, lle­no de buena voluntad:
-A ver, lárguenme. Creo que ya aprendí.
Pero se hundía otra vez, y todos se apuraban a bucear y a sacarlo para arriba.
Kimanta fue aprendiendo, por fin, y cada vez nadó mejor.
De repente, ¡cosas que pasaban en esos tiempos raros de los antepasa­dos!, el cuerpo se les fue transforman­do. Las piernas se les juntaron y se les pegaron. Los pies se les convirtieron en aletas, igual que los brazos. La ca­beza se les alargó y todo su cuerpo tuvo una forma ideal para nadar. Así fue como todos ellos se convirtieron en delfines, los primeros delfines del mundo, y ya nunca salieron del mar, donde viven a gusto. Pero, como recuerdo de sus primeras aventuras en el agua, siguen buceando y saliendo a respirar en la superficie, como cuando tenían que llevar a Kimanta. Y siempre van juntos, como una buena familia, y se ayudan todo el tiempo.